Cien años de «El ladrón de Bagdad»

19 Mar Cien años de «El ladrón de Bagdad»

 

Se acaban de cumplir cien años del estreno de «El ladrón de Bagdad» (1924), película realizada por Raoul Walsh, cineasta al que todavía le faltaban unos años para cumplir los cuarenta, pero que ya poseía una larga filmografía dentro del cine mudo, incluido su personaje del asesino de Lincoln en la película de Griffith «El nacimiento de una nación» (1915). Una fastuosa superproducción que seguía la fórmula creada por la cinematografía italiana en «Cabiria» (Giovanni Pastrone, 1914) y trasplantada a Hollywood por el propio Griffith en su episodio de Babilonia en «Intolerancia» (1916). La producción corrió a cargo del propio protagonista, Doglas Fairbanks, una de las grandes estrellas del momento, que ya contaba con cuarenta años de edad (moriría unos años después a causa de un infarto) y que unos años antes, en 1919, había creado la United Artists en compañía del citado Griffith, Chaplin y la que era su esposa, Mary Pickford, otra de las superestrellas de esa primera fase del silente.


Para comprender el alcance de esta película hay que situarse en ese recién creado Hollywood: en los USA el cine nació en el este, en New York, con Edison, pero la voracidad de este hombre y su «guerra de las patentes» hizo que una serie de productores independientes se fueran desplazando, huyendo de los abogados, los matones y los pleitos de su Motion Pictures Patents Company (MPPC), hasta establecerse en Los Angeles, creando allí las ocho grandes marcas que dominarían el cine mundial —la Metro, la Universal, la Fox, etc.— e implantando el conocido como «studio system», que se apoyaba en tres patas, los (gigantescos) estudios propios, las estrellas (el «star system») y los géneros.


Unos incipientes géneros que estaban basados en las que entendieron como emociones básicas del espectador: la acción, las risas, las lágrimas y, durante unos años, el sexo (esta línea sería cancelada en 1919). Todos ellos entendidos como géneros estancos, se producía una cosa o la otra y el espectador iba al cine a ver una cosa o la otra, hasta que Chaplin fusionó las risas y las lágrimas en «The tramp» (1915) y lo convertiría en seña de identidad de su cine. «El ladrón de Bagdad» pertenece al otro gran apartado, el cine de acción, de aventuras y peligros, en el que Douglas Fairbanks era la gran estrella masculina, junto a Pearl White y sus «peligros de Paulina» por la parte femenina (los bancos y los fondos de inversión aún no habían desembarcado en el cine, estaban a punto de hacerlo, y la mujer todavía no había sido «expulsada» de las tareas de dirección y relegada de los papeles protagonistas).


«El ladrón de Bagdad» supone la cima de ese cine de acción y aventuras del primer Hollywood —en su debe hay que anotar que también anuncia el nuevo papel de la mujer en el recién estrenado cinematógrafo de los grandes negocios: un ser pasivo y débil siempre a la espera de ser rescatada por el héroe masculino— ya que, de nuevo, supera el modelo de los géneros estancos y no solo incorpora elementos del drama (no me atrevo a escribir melodrama en un cine que todavía es mudo y no tiene el soporte de la música), sino que también adelanta el fantástico, en una última hora que culmina con el delirio de los ejércitos que salen de la nada para derrotar al usurpador mongol. El propio personaje de Douglas Fairbanks, en su tradicional caracterización de truhán de buenos sentimientos que se toma los peligros como si de una competición deportiva se tratara (un modelo que ha recorrido toda la historia del cine, desde Errol Flynn hasta el Ethan Hunt de «Misión imposible», pasando por el propio James Bond), muestra un elemental arco dramático, sufre un castigo corporal por sus pecados y renace gracias al amor por la princesa. Además de mostrar su torso desnudo durante prácticamente toda la película, en una reivindicación del sexo desde la parte masculina que solo era posible en este Hollywood anterior a los rigores del Código Hays que ya asomaba en el horizonte.


La película, para la que el gran William Cameron Menzies creó toda una ciudad de Bagdad en unos decorados de cartón piedra que, por momentos, evocan los fondos pintados de «El gabinete del Dr. Caligari» (1920), mantiene, a lo largo de más de dos horas de metraje (estas duraciones maratonianas no son una invención de nuestro tiempo, ya existían en el primer cine), un equilibrio perfecto entre todos estos componentes, creando un relato de sorprendente modernidad que sumerge al espectador en diversos géneros, en diversas emociones, con esa elegante continuidad que constituye la mejor seña de identidad de la fábrica de los sueños de todos los tiempos.

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