31 Ene Perfect Days: El río de la vida
La ficción tiene unas leyes tanto referidas a la estructura clásica de planteamiento, desarrollo y desenlace como a la propia existencia de un conflicto que vertebre el relato. Unas leyes que sustentan la gran mayoría de historias que nos cuentan. Si esa ficción llega a través del audiovisual se recarga, además, con otra serie de exigencias, como las características particulares de su estructura o los puntos de giro, que también se pueden rastrear fácilmente en el desarrollo de la gran mayoría de películas. Sin embargo, hay unas pocas películas que no hacen caso ni de las unas ni de las otras. Eso no hace que sean mejores ni tampoco que sean peores, simplemente son distintas. Más que eso, son tremendamente singulares. «Perfect days» es una de esas películas. Su realizador, el alemán Wim Wenders, nunca ha sido muy amigo de estas normas y siempre ha pasado de puntillas por muchas de ellas, pero en esta película las ignora por completo (se podría utilizar una expresión mucho más vulgar, pero hoy estamos finolis). O eso parece, porque sí que existe un suave crescendo dramático que hace que la intensidad emocional del último y prolongado plano solo exista en función de todos los anteriores. Pero esta segunda consideración ya pertenece a otra dimensión del relato que escapa de cualquier modelo convencional.
La película cuenta el día a día de un hombre cuyo oficio es limpiar (con extrema meticulosidad) los servicios públicos de la ciudad de Tokyo (un amigo que ha estado por allí me asegura que éstos siempre se encuentran extraordinariamente limpios) y que dispone de un tiempo libre «analógico», escuchando cintas de cassette y leyendo libros en papel, además de cuidar de un pequeño jardín con plantas que ha ido rescatando en los jardines de la ciudad. El sereno discurrir de esta sencilla vida va desvelando algunas capas del personaje (excelente el actor) e, incluso, se permite un pequeño conflicto (la llegada de la sobrina y su resolución con la hermana a la que hace mucho tiempo que no ha visto) en una escena en la que, todo sea dicho, la intensidad emocional del film crece exponencialmente. Y es que «el conflicto» sigue teniendo sus galones. Sus movimientos durante el día, unos claroscuros que acompañan la entrada al sueño y esos travellings por la ciudad marca de la casa… Nada más.
He mantenido conversaciones con algunos amigos cinéfilos (de ambos sexos) que se preguntaban por la interpretación de la película. ¿Qué pretende contarnos el cineasta alemán? Este camino siempre me ha parecido bastante resbaladizo, es evidente que el autor tiene unas intenciones y muchas veces resultan tan patentes que espectadores o lectores llegan a conclusiones similares. Pero, incluso, en estos casos queda una rendija que permite que cada lector o cada espectador haya vivido su propia historia. Una vez concluida, la obra deja de pertenecer al autor y pasa a manos de sus lectores / espectadores que, con mayor o menor margen de libertad, construirán / vivirán su propia historia. Mario Vargas Llosa contaba una reveladora anécdota que le había sucedido con su novela «La ciudad y los perros»: «Yo fui a México a ver a un gran crítico francés, que dirigía la comisión de literatura de Gallimard. Él había leído mi novela y yo fui a verlo en su oficina de la Unesco. Me dijo que le gustó mucho el personaje del Jaguar porque se atribuye un crimen que no cometió para reconquistar su autoridad sobre sus compañeros. Yo le dije: el Jaguar sí que cometió ese crimen. Entonces me miró y me dijo: Usted se equivoca. Usted no entiende su novela. Para el Jaguar perder el liderazgo era una tragedia infinitamente superior a la de ser considerado un criminal. Su versión me convenció; aunque cuando escribí la novela yo pensé que sí lo había matado».
«Perfect days» no pertenece a esas películas en que las intenciones —el mensaje, en el peor de los casos— del autor, que por supuesto las tendrá, se manifiestan de forma nítida, todo lo contrario. Se encuentra en las antípodas. O puede que lo que, en realidad, pretenda Wenders es empujarnos a sentir, a pensar, a reflexionar, a compartir una vida y meditar a partir de ella… algo que viene a ser la misma cosa y que se encuentra en idénticas antípodas. Esa es mi mirada sobre esta singular y atractiva película, hay otras formas de vida al margen de la competición y el éxito que caracterizan a nuestras sociedades. La película nos muestra una de esas vidas, con sus luces y sus sombras, y nos invita a compartirla. A pensar cuáles de esas luces o de esas sombras nos faltan en nuestras vidas.
José Vicente Navarro
Publicado a las 17:32h, 31 eneroDan ganas de verla, gracias por el análisis.
Ricardo Quintana
Publicado a las 18:00h, 31 eneroNada más finalizar el visionado de esta película volví a ver la estupenda Paterson (Jim Jarmusch, 2016, pues quería comprobar hasta qué punto la película del alemán había bebido de la del norteamericano de Akron. Algunos puntos en común sí que tienen, especialmente dos: 1) la minuciosidad con que se nos narra la rutina diaria de los dos personajes principales y 2) la dedicación en los ratos de ocio del uno a la escritura de poemas y del otro a la lectura de libros y a escuchar música en su colección de casetes. Lamentablemente aún no puedo acudir a los cines y la he tenido que ver en una buena copia pero con unos subtítulos traducidos automáticamente sin que al autor de pasarlos por la batidora traductora haya tenido a bien corregir algunos gruesos disparates. Como hay poco diálogo en el film, el asunto no pasa a mayores pero el sofocón no me lo quita nadie del cuerpo.
Tras ver la película tuve una conversación con el amigo Pedro Uris con quien me es muy grato hablar de cine de vez en cuando, en la que le comentaba que no todas las películas deben tener el tradicional «planteamiento, nudo y desenlace» tradicional. 8½ (Federico Fellini, 1963) fue una de las pioneras en proponer un estilo de narración alternativo al clásico de tres actos. Estimo que en este film de Wenders lo que hay es un planteamiento en bucle de tal forma que planteamiento y nudo resultan lo mismo. El desenlace carece de presencia y ni se le espera.
Lo cierto es que no siendo un servidor un incondicional de Wim Wenders, (me encantan Hammett, Paris Texas, Buena Vista Club Social, Der Amerikanische Freund tanto como detesto Der Himmel über Berlin, The Million Dollar Hotel[ y ciertas salidas de olla en otras obras suyas) esta película japonesa-alemana me ha encantado, me ha reconciliado con el cineasta alemán.
No he querido escribir una sinopsis porque prefiero hacerlo dentro del comentario dada la complejidad de la trama. Hirayama (Kôji Yakusho es una empleado que se dedica al mantenimiento y limpieza de los servicios sanitarios de Tokyo. Le vemos levantarse por la mañana y, tras el aseo, salir a la calle con el mismo gesto, una mirada al cielo acompañada de una alegre sonrisa. Sube a su furgoneta, elige uno de los muchos casetes que tiene de música moderna estadounidense y acude a uno de los puntos designados. Allí lo limpia todo de tal forma que lo deja «como los chorros del oro». Come en el parque mientras fotografía los árboles, buscando «no sé qué». Cena algo en su bar habitual, se asea en los baños públicos y vuelve a casa donde lee antes de apagar la luz para dormir y soñar con sombreados negros. Esta rutina la vemos varias veces, en forma de bucle, a lo largo de la película. ¿Y eso es todo, preguntaréis? Pues no, porque hay algunas escenas con el enamoradizo, perezoso y vividor de su compañero y un acogimiento en su casa a una sobrina. Poco más. También diréis, que es algo parecido a Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975 a la que puse «a caer de un burro. Pues algo de conexión sí que tienen, pero donde en la belga todo era aburrido hasta el hartazgo y vacía de contenido, aquí tenemos una película rebosante de humanidad.
«Un día perfecto. Beba sangría en el parque y luego, cuando oscurezca, nos vamos a casa. (…) Vas a cosechar justo lo que siembras», canta Lou Reed en su Perfect Day[ que da título a la película. «Es un nuevo amanecer Es un nuevo día. Es una nueva vida para mi. Y me siento bien», canta ]Nina Simone en la última escena de la película, camino de recomenzar el bucle, con la sonrisa del feliz Hirayama de oreja a oreja.
No, no es necesaria la estructura clásica en toda película. Aquí se agradece la carencia de ella, la arriesgada apuesta de Wim Wenders porque así nos hace entrar de lleno en la dinámica diaria de un hombre feliz. Hirayama necesita dar, no recibir. Se conforma con que amanezca y él esté vivo para regar sus plantas, escuchar su música, abrillantar los inodoros y los lavabos, ayudar a los demás. No le preocupa que la gente que le rodea no sea de su misma condición, como esa madre que no le agradece que haya encontrado a su niña perdida, o que su compañero abuse de su generosidad sin nada a cambio. Vive en su particular burbuja del día perfecto, ese en el que se cumple lo que le pide a la vida. ¿Habrá algo mejor que el deber bien cumplido? ¿Algo más satisfactorio que leer el libro de tu elección? ¿Algo más personal que poder elegir la música que necesitas en ese momento? Pues va a ser que no si lo que elegimos es la sencillez como vehículo para ser felices. Lo curioso es que esta lección de vida que nos proporciona un genial Wenders parte de un postulado que casi bordea el ridículo. ¿De verdad podemos sentir envidia de ese hombre que friega váteres? Pues no diría yo que no. ¡Grandísima película!