The Old Oak: la Internacional de la gente

06 Dic The Old Oak: la Internacional de la gente

 

Manifestaba, hace unos días y con motivo del estreno de la excelente «Killers of the flower moon», mi admiración por los 80 años de Scorsese a la hora de abordar aquella producción. Pues bien, Ken Loach, otra de las leyendas vivas del cine, andaba cerca de los 87 en el momento de realizar esta película que ahora se estrena tras su presentación en el festival de Cannes. Se agotan las palabras.


Ken Loach es un cineasta tremendamente coherente en su filmografía —en su última y más conocida etapa en compañía de su guionista Paul Laverty, ellos sabrán cuál es la aportación de cada uno, aunque mi conocimiento y experiencia siempre me hablan de una dependencia del guionista respecto del director—, con un cine directamente político inspirado en una concreta mirada internacionalista del marxismo —en el recuerdo las ampollas que levantó entre un determinado y mayoritario sector del comunismo nacional su película «Tierra y libertad» (1995), justo antes de su encuentro con Paul Laverty—, que convierte en protagonista a la clase obrera, o las clases populares si queremos utilizar un término de resonancias más amplias, en un continuo combate —estamos en la ficción y tiene que existir un conflicto— con el capital y, más concretamente, con el neoliberalismo económico.


Esta vez su mirada internacionalista se ve reforzada por la propia trama elegida: un pequeño pueblo minero en prolongada decadencia, año 2016 en el noroeste de Inglaterra, al que llega un grupo de refugiados sirios que son recibidos por algunos de sus habitantes como chivo expiatorio de su propio declive y de la falta de ayuda social para ellos mismos. La lectura ya la conocemos antes comenzar la proyección, los miserables que proyectan su frustración sobre aquellos que todavía son más miserables que ellos, en lugar de levantar la mirada contra aquellos que los pisan a ambos y que se aprovechan y fomentan esa división de la clase trabajadora mundial.


Nada que reprochar a esta mirada, estamos hablando de realidades que se encuentran a pie de la calle de nuestro tiempo, de realidades que forman parte de nuestra vida social y política cotidiana. El problema está en la complejidad de esa mirada, un valor que, a veces, se ha mostrado un tanto vacilante en la filmografía de este irreductible cineasta, ya que, en ocasiones, ha contemplado a esa clase obrera, a esas clases populares, tal como le gustaría que fueran y no cómo son en realidad. Y no hay más que darle un repaso a los resultados electorales que se producen en buena parte del mundo para comprobar que las cosas no son tan sencillas. No se trata de la toma de posición, que podemos compartir a pie juntillas, sino del diagnóstico de esa realidad, y citaré la excelente película de Robert Guediguian (otro irreductible en esto de las clases populares) «Les neiges du Kilimandjaro» (2011), con sus obreros de primera y sus obreros de tercera, para que el lector sepa a qué me estoy refiriendo. Pero muchas veces, ese añorado internacionalismo del cineasta ni siquiera alcanza a la clase obrera nacional. El propio Loach ha dejado constancia de ello en más de una ocasión.


Este es el principal problema de esta, por otra parte, emotiva, entrañable y necesaria película, su ilimitada confianza en la solidaridad de las clases populares —el optimismo bienpensante de un Frank Capra no anda muy lejos de algunas de las propuestas de la película que estamos comentando—, con contados apuntes abriendo las ventanas a la complejidad: esa escena de los primeros momentos del film en la que una ONG reparte ayuda a las familias sirias recién llegadas. A una de las niñas sirias le entregan una bicicleta usada ante la mirada de tres niños ingleses residentes en el barrio. Uno de ellos dice amargamente, «ojalá pudiera yo tener una». Una grieta en esa añorada solidaridad internacional que la película apenas explora, mientras que, por el contrario, se complace en reducir a los «insolidarios» a dos mínimos grupos —los jovenzuelos con perros de razas peligrosas y los cuatro chupapintas racistas del local— que, además, tampoco resultan tan peligrosos y se les puede separar con facilidad de ese tejido social solidario por definición. Me temo que ese no es el mundo en que vivimos.


Como guion, o como historia para la pantalla, la película también muestra algunas debilidades, con tramas que desaparecen (los dos grupos que acabamos de citar), sucesos convenientes que resultan demasiado visibles (la muerte del padre) o soluciones de trama un tanto patilleras (el joven que se entera de lo que ha pasado porque escucha casualmente una conversación). Unas costuras del guion que podrían haber estado más trabajadas y un mensaje, ejemplar por supuesto, que en ocasiones está demasiado recitado, por más que transmita unas verdades como puños que la pantalla evita habitualmente. Muy probablemente, la última bala disparada por este maestro de la coherencia llamado Ken Loach, con un flash final, la pequeña escena que sigue al fundido en negro con que se cierra la historia, en el que, entre la multitud que se manifiesta, distinguimos esa banderola que lleva bordados los valores que han sido enseña de su cine y de su vida: Fortaleza, Solidaridad, Resistencia. Si esta es la última película, hasta siempre maestro.

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