Killers of the Flower Moon: 80 años de talento

22 Nov Killers of the Flower Moon: 80 años de talento

 

Resulta obligado comenzar estas líneas expresando mi admiración por un cineasta capaz de armar, a sus 80 años de edad, una producción tan compleja como la presente. Martin Scorsese sigue prolongando su leyenda y desautorizando a todos los que pensamos que la excelente «El irlandés» (2019) iba a ser su última película. Idéntica obligación constituye destacar el impecable aliento narrativo del cineasta. Se trata de contar una historia que está protagonizada por unos personajes. Por supuesto, hay películas cuyo objetivo principal no es contar ninguna historia, pero este no es el caso y, en consecuencia, lo primero que hay que hacer es contarla y describir eficazmente sus personajes.


Para ello, Scorsese echa mano tanto de la sabiduría acumulada a lo largo de muchos años de lenguaje cinematográfico, con unos planos y movimientos de cámara perfectamente ajustados a las necesidades e intenciones cada escena; como de su particular sabiduría cinematográfica, con algunos recursos y miradas habituales de su cine. Como esas escenas que se recrean después de haber sido contadas o esos momentos de violencia perfectamente medidos. Terriblemente duros, como no puede ser de otro modo, pero justos en su metraje. Se trata de transmitir el horror de la violencia, no de recrearse en ella. Incluso se saca de la chistera, en la secuencia final, un novedoso recurso que comentaremos más adelante.


La película narra unos sucesos ocurridos a principios de los años veinte en el estado de Oklahoma, cuando uno de los pueblos nativos de los Estados Unidos, los osage, encontró petróleo en las tierras en las que, finalmente, se les habían instalado tras sucesivos desplazamientos impuestos por los colonizadores blancos. Un enriquecimiento repentino que derivó en una serie de infames asesinatos, muchas veces precedidos de infames matrimonios de interés, con los que sus propios tutores blancos —como tal seguían ejerciendo sobre un colectivo despojado de los más elementales derechos— pretendían apoderarse de la fortuna del pueblo osage.


Unos hechos recogidos en la novela del mismo título de David Grann —una excelente obra, según me comenta un compañero de plena fiabilidad—, que está narrada desde la figura del detective del Bureau of Investigation (el posterior FBI) al que el propio Edgar Hoover encargó la resolución de estos asesinatos ocurridos en la pequeña localidad de Fairfax. El primer guion de la película mantenía este enfoque —Di Caprio iba a encarnar ese personaje—, un thriller o un drama criminal situado en un entorno narrativo más convencional, o al menos más habitual, que convertiría el relato en más accesible y que, muy probablemente, le dotaría de ese plus de emoción que una compañera de proyección echaba en falta en la película.


Pero este no fue el punto de vista que, finalmente, decidieron los responsables de esta historia, Scorsese su guionista y según parece el propio Di Caprio. En un arriesgado giro, decidieron contar la historia desde el punto de vista de uno de los criminales, desde el corazón mismo del mal. Se acabó la empatía con el espectador. Y, además, no iban a hacerlo desde el mal más inteligente y canalla, el personaje que interpreta —con excelencia— Robert de Niro, sino desde uno de sus eslabones más toscos, el personaje que ahora interpreta Leonardo di Caprio, un joven de (muy) pocas luces capaz de las peores atrocidades casi con esa indiferencia que una reconocida pensadora alemana definió como la banalidad del mal. Un triple salto mortal, sin red y sin trapecio.


Ese es el gran riesgo que asume el cineasta y también el paso más allá de la pura narración clásica que nos propone la película. Nos cuenta la historia con las herramientas del gran cine clásico de todos los tiempos —los pasados, los presentes y los que están por venir—, pero desde una perspectiva que se salta las reglas y proporciona al relato una mayor y más dolorosa intensidad, aunque el espectador no tenga un héroe al que poder acogerse. Una apuesta que, inevitablemente, dota a la película de afiladas aristas que amenazan continuamente la estabilidad del espectador, enfrentado a una relación, la del miserable protagonista y su esposa osage, en la que es difícil, por no decir imposible, acogerse a modelos y razones conocidos. No acabamos de comprenderlos… o cada uno los entenderá de una manera… o no queremos comprenderlos porque nos asoman a un abismo demasiado tenebroso… o resulta que es imposible atrapar las profundidades del alma humana… Hay que tener mucho coraje y talento para adentrarse en este laberinto.


Y por si todo esto fuera poco, el cineasta nos regala una genialidad final. Como sucede en tantas películas, especialmente en las inspiradas en hechos reales, es necesario contar qué sucedió fuera del tiempo de la película —en esta ocasión doblemente necesario porque los inculpados terminaron sin apenas cumplir sus penas—, algo que habitualmente se soluciona mediante unos rótulos que cuentan al espectador lo que sucedió después. Pero el bueno de Scorsese se saca de la chistera un recurso mágico, un programa de radio que, muchos años más tarde, recrea casos criminales célebres y que cumple esa finalidad de revelarnos los hechos que quedan fuera de la película. Una genial escena final que se cierra con la intervención de un locutor que está interpretado por el propio Scorsese. Un maestro.

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