Paul Schrader: el cineasta de la intensidad

21 Jun Paul Schrader: el cineasta de la intensidad

 

Paul Schrader, una de esas leyendas vivas que quedan en el cine norteamericano, comenzó como guionista a mediados de los setenta con dos producciones pertenecientes al llamado cine comercial, «Yakuza» (Sidney Pollack, 1975) y «Obsesión» (Brian de Palma, 1976), preámbulo del guion más icónico de su carrera, el «Taxi driver» (1976) de Martin Scorsese. El éxito de esta película le permitió debutar en la dirección con la inclasificable y (en mi opinión) fallida «Blue Collar» (1978) y llevar a continuación una larga carrera como realizador (unos veinte títulos), reservando, casi en exclusiva (hay dos o tres excepciones), su faceta de guionista para las producciones propias.


Procedente de un entorno familiar de un rígido calvinismo, la obra de Schrader —laica hasta en sus producciones más religiosas: «La última tentación de Cristo», entre los guiones para terceros, o «First Reformed», entre los propios— gira en torno a los conceptos de la culpa y la redención, en una serie de relatos que destacan por la extraordinaria intensidad de sus personajes y situaciones —están pasando muchas cosas sin que haya una acción física relevante y todo parece a punto de estallar de un momento a otro sin que nunca llegue a hacerlo completamente—, algo muy difícil de conseguir en la ficción y que el cineasta sabe manejar de modo admirable.


A este apartado más interesante de su filmografía, tiene varias producciones más comerciales o convencionales, pertenecen obras como «Posibilidad de escape» (1992) o «Aflicción» (1997); y también una especie de trilogía realizada estos últimos años, que comenzó con «First Reformed» (2017), continuó con «El contador de cartas» (2021) y se cierra con la película que ahora se estrena y que es el motivo último de esta entrada: «El maestro jardinero» (2022).


El protagonista es un hombre al que resulta muy difícil adjudicarle el concepto de redención, un cachorro ultraderechista de la Norteamérica blanca con las manos manchadas de sangre y la culpa tatuada en su piel, y las dos mujeres que completan el triángulo también arrastran unas culpas, menos pesadas en su proyección penal pero igualmente losas que las encadenan al abismo. Esos son los mimbres de una historia con escasos sobresaltos físicos —los contados momentos en los que la violencia aparece están resueltos con una dolorosa contención— y narrada desde la serenidad y la constancia de unos planos que remiten a esos tres clásicos —Dreyer, Ozu y Bresson— que menciona un estudio clásico sobre el cineasta (yo no termino de ver esa relación, aunque no se puede negar un vínculo entre estos cineastas de tan diferentes tiempos y espacios). Nada más alejado, pues, de un amplio sector del cine actual que tiene como eje la violencia, aunque los tormentos que laten en lo más profundo de sus personajes y situaciones resultan mil veces más perturbadores que el derroche de sangre de tantas producciones de usar y tirar. Estamos ante el gran cine de todos los tiempos.

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