No bears: el coraje de un cineasta

14 Jun No bears: el coraje de un cineasta

 

El iraní Jafar Panahi es uno de los autores más importantes del cine actual. Ayudante de dirección del «padre» del cine Iraní Abbas Kiarostami en «A través de los olivos» y autor de la imprescindible «El círculo» (2000). Como sucede con muchos de sus compatriotas en el actual e intolerable régimen teocrático de Irán, su carrera y su vida se vieron truncadas cuando fue detenido, a mediados de 2009, en un acto de protesta por el asesinato de una joven durante el proceso electoral de ese año. Desde entonces se ha visto sometido a un acoso social y judicial que ha concluido con su ingreso en prisión en julio pasado para cumplir una condena de seis años por conspirar contra el sistema y la seguridad nacional.


Durante todo este tiempo, con un arrojo más allá de la razón, ha continuado haciendo cine de manera clandestina y prácticamente sin nada en las manos. Fruto de ese empeño fue la excelente «Taxi Teherán» (2015), una compleja radiografía de la situación de la sociedad iraní en ese momento. Bajo esas mismas condiciones nos llega ahora «Los osos no existen», de nuevo producida, escrita, dirigida e interpretada por el propio Jafar Panahi, otra vez una mirada sobre la actual sociedad iraní, pero en esta ocasión con la generación joven como principal protagonista y particularmente desesperanzada acerca de su futuro. Una falta de esperanza que late en la trastienda de las dos historias que nos cuenta, ambas atendidas con idéntica precisión en lo que se refiere a personajes y movimientos de la trama. Una lectura que, a los que ya tenemos unos años, nos resulta familiar, pues el cine español trabajó muchas veces en esas condiciones durante la larga noche del franquismo.


Como hemos apuntado, nos cuenta dos historias en paralelo: la película que (en la distancia) está filmando, en Turquía, el propio Jafar Panahi; y su exilio en una aldea profunda iraní cercana precisamente a esa frontera turca. Una historia, la primera, que parece, pues, pertenecer a la ficción; y otra, la segunda, que parece situarse dentro del documental, aunque lo cierto es que, a través de la imaginativa narración del cineasta, ambas terminan compartiendo el mismo universo, la realidad o la ficción, elijan el que prefieran, no importa porque las dos no están contando «la verdad» y eso es algo que va mucho más allá de la anécdota concreta de un espacio o una identidad.


En ambos casos se trata de historias de amor entre jóvenes —o al menos personas que tienen una vida por delante y no quieren renunciar a un futuro— que terminan trágicamente porque el entorno les niega la posibilidad de concretar ese amor. Por extensión dramática, les roba la posibilidad de tener cualquier futuro, el que fuera, ya que con ese «sentimiento» la película expresa algo mucho más amplio: la oportunidad de vivir la única vida de la que disponemos. En ambos casos, sus protagonistas son ciudadanos iraníes, pero unos están fuera del país y los otros están dentro. No importa, no hay esperanza, no hay futuro para ninguno de ellos. Los que están fuera, en una fronteriza ciudad turca, porque se enfrentan a la hostilidad de sus habitantes y tienen cerradas las puertas de Europa. Los que están dentro, en esa aldea del Irán más profundo, porque viven bajo el peso de unas tradiciones irracionales que solo sirven para mantener a la sociedad bajo un candado. Unas tradiciones de esa aldea remota que ejercen como caja de resonancia de las imposiciones de un régimen, el de los ayatolas, que, con el aval de unas creencias ancestrales, está robando la vida, en ocasiones desgraciadamente de manera literal, a toda una generación. Cine de resistencia en estado puro y también gran cine desde cualquier punto de vista.

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