La paradoja Godard

10 Nov La paradoja Godard

 

La reciente desaparición, en un escenario de suicidio asistido a la edad de 92 años, de Jean Luc Godard me ha hecho revisar —en la mayoría de casos— y, ocasionalmente, conocer por primera vez algunos films de este cineasta. Y digo algunos, porque una filmografía que supera ampliamente los cien títulos, incluidos varios cortometrajes, me resulta inabarcable. Un breve encuentro, o reencuentro, que me invita a escribir estas líneas que no pretenden ninguna aproximación exhaustiva a la obra del cineasta, todo lo contrario, ni siquiera creo que merecen el calificativo de aproximación. Tan solo algunas ideas dispersas que me han ido llegando conforme visionaba esos films.


Y la primera es esa condición que tiene Godard como objeto de culto o de odio. Como si, en su caso, el cinéfilo no pudiera disponer de los grises a la hora de acercarse a su obra. Eso es algo que suele ocurrir con algunos cineastas de marcada personalidad —Almodóvar o Tarantino— y que siempre me ha «fascinado» por lo irracional que resulta. Cineastas de cabecera para mí, como Huston o Giovanni, tienen grandes obras, películas menos conseguidas y algún que otro fiasco. Lo mismo me pasa con Godard, tiene películas que habitan los cielos, como «A bout de souffle» (1960), «Vivre sa vie» (1962) o «Alphaville» (1965); otras que me llegan menos —«Le mépris» (1963) o Pierrot le fou (1965)—; y algunas en las que no logro entrar, como «Film socialisme» (2010), por citar una de las que he estado viendo estos días. Sin embargo, una buena parte de los cinéfilos no le concede esta oportunidad: o la veneración incondicional o, más frecuentemente, la condena eterna. Insisto, irracional.


La segunda es que su cine es una de las expresiones más contundentes de la abstracción en la pantalla. Un concepto, la abstracción, que manejamos con facilidad en un arte como la pintura, pero que nos cuesta trasladar al audiovisual. El cine de Godard —como sucede con otros títulos y autores, o con un género como el musical— despeja cualquier duda al respecto, no está representando la realidad sino que está articulando una reflexión, una emoción o un sentimiento al margen de la misma. Unas veces con mayor fortuna y otras con menos. Unas veces nos atrapará y otras nos dejará indiferentes. Pero siempre estamos habitando en el universo de la abstracción.


La tercera es la posesión de un lenguaje propio e irrepetible, algo que muy pocos cineastas pueden decir. Recuerdo un encuentro con José Giovanni en su casa de Suiza —creo que es la única vez que he visitado a un cineasta en su domicilio, no vayan a pensar que uno se codea con los autores— en el que, no sé cómo, apareció su nombre y Giovanni nos dijo que Godard hablaba así, como si ese fuera su idioma materno. Esto le otorga, al menos, los galones de autor, aunque luego sus obras nos parezcan más o menos conseguidas.


La cuarta hace referencia a su condición de destructor / renovador del lenguaje cinematográfico, una categoría directamente vinculada a su posicionamiento dentro de la nouvelle vague. Y aquí quiero matizar antes una característica de este movimiento, punta de lanza de todos los nuevos cines que lo cambiaron todo para siempre, y la voy a plantear en oposición al otro gran protagonista de esta renovación, el free cinema británico. Los jóvenes airados de este último —primero en el teatro y luego en el cine— no estaban de acuerdo con la sociedad de sus mayores y pretendían demolerla o cambiarla desde una doble posición, generacional y de clase. La nouvelle vague, en cambio, no estaba especialmente molesta con la sociedad de sus mayores, lo que no le gustaba era el cine de sus mayores y era eso lo que pretendían demoler o cambiar.


Y uno de esos materiales de derribo en el viejo cine era la engolada trascendencia de sus diálogos y situaciones, ese cinema de qualité que pretendía transmitir grandes conceptos con personajes acartonados y ajenos a la realidad de la calle. El cine de Godard rompe, por supuesto, con esa tradición, sus protagonistas son los jóvenes de entonces y el rodaje en escenarios naturales se convierte en habitual. Sin embargo, sus personajes recitan constantemente frases de un calado intelectual completamente ajeno a su propia condición de personaje y son más que frecuentes las citas artísticas e intelectuales, especialmente las referidas a obras literarias. Como si quisiera hacer lo mismo que aquellos que denostaba, pero con nuevas formas. La paradoja Godard que apuntaba en el encabezado.


La quinta y última consideración llega —o pretende llegar— a modo de recuento. Y para ello voy a citar la escena inicial de «Deux fois 50 ans de cinema français» (1995), uno de los 16 episodios que componen la producción televisiva «Century of Cinema» y que pretende una mirada sobre el centenario del séptimo arte a través de diversos autores de diversos países (nada que ver con la serie «Histoires du cinema», que el propio Godard realizaría a lo largo de los noventa). En esa escena, Godard se cita con Michel Piccoli —que hace de presidente de una asociación creada para conmemorar esa efemérides del cine galo, desconozco si en la realidad o en la ficción— y suceden dos cosas: la primera es que nuestro cineasta, prácticamente, no le deja hablar, le corta constantemente rayando en la mala educación; y la otra es que se dedica a cuestionarle todo, el concepto de celebración, que la fecha elegida sea la de la primera proyección pública y no la del invento del cinematógrafo o sus habituales divagaciones acerca del sentido y el alcance de las palabras y las imágenes… Creo que esta es la mejor metáfora del cine de Godard a lo largo del tiempo, demasiadas obras dándole vueltas a los mismos conceptos —en ocasiones bastante más simples que lo que su envoltorio hace parecer— y una complacencia en su propio discurso que ha cerrado el paso a la incorporación de cualquier otra mirada en su obra. Como si nos dijera, este es mi universo y aquí solo estoy yo.


Esto no impide, en absoluto, que su cine me siga interesando y que la mayoría de veces descubra algo nuevo en sus títulos. No todo son grandes obras en su filmografía —ni en la de Godard ni en la de nadie—, pero la gran mayoría de las películas que le conozco —y son una cuantas— poseen interés, son buenas películas. Un ejemplo, «Made in USA» (1966), probablemente desconocida o denostada por sus fieles detractores, me parece una buena película que indaga la esencia del thriller político y que contiene escenas muy logradas, aunque no sea ninguna obra maestra. Y es que conmigo eso del todo o nada no funciona. Lo mío son los grises.

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2 Comments
  • Manuel Ramos
    Publicado a las 22:15h, 12 noviembre Responder

    El texto ha resultado muy instructivo. Gracias por compartir cultura, Pedro.

  • O'Hara
    Publicado a las 16:14h, 23 diciembre Responder

    Comparto lo que dices sobre el «carácter ajeno» de las citas que cuelan a veces sus personajes, más ajeno cuanto más fue avanzando su obra, volviéndoseme a mí particularmente molesto a partir de los setenta, momento en que las referencias culturalistas y políticas pasan a funcionar en ocasiones más como pegotes que como apostillas. Cierto que Godard derivaría ya al final a una especie de cine-ensayo (un poco a lo Glauber Rocha en su última etapa) donde encajarían o se justificarían estas citas continuas, si bien tampoco esa deriva suya (me pasa igual con la de Rocha) termina de calarme (pienso que podría -que podrían, ambos- haber explotado mucho mejor el filón).

    Sin embargo, el Godard de los años 1960-1965 resulta ineludible para comprender la renovación formal que caracterizó aquella década y sembró igualmente el terreno para las renovaciones futuras (esa deconstrucción godardiana del lenguaje cinematográfico, por momentos irónica, por momentos crítica, por momentos lírica), además de habernos legado algunos títulos que encajarían fácilmente en esa manida categoría de las «obras maestras»: Al final de la escapada, El desprecio, Pierrot, el loco…

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