Drive my car: Tío Vania en el Japón

10 Feb Drive my car: Tío Vania en el Japón

 

En la lista de los Oscar de este año se ha colado una película japonesa de tres horas de duración y de atormentada acción interior. Se trata de «Drive my car», de Ryusuke Hamaguchi, un cineasta japonés de poco más de cuarenta años que debutó en 2007 con una nueva adaptación de la excelente y conocida obra de Stanislaw Lem «Solaris» y cuya anterior película, «La rueda de la fortuna y la fantasía», que todavía no conozco en el momento de escribir estas líneas, se paseó con éxito por las pantallas de los festivales internacionales.


Lo mismo le ha sucedido a la película que ahora comento, ya que se presentó con éxito en el festival de Cannes, probablemente el certamen más prestigioso del planeta. La película se inspira en un relato corto del singular escritor japonés Haruki Murakami, incluido en su colección de cuentos «Hombres sin mujeres», y presenta una estructura completamente desmarcada de las pautas habituales del lenguaje cinematográfico y sirva como prueba «irrefutable» el hecho de que los títulos de crédito aparezcan a los 40 minutos de proyección, convirtiendo en prólogo del relato lo que casi podía ser una película completa.


Dejando de lado esta ruptura con las habituales convenciones narrativas —grandes obras las hay con diversos lenguajes—, la película nos plantea una compleja y sentida reflexión sobre la vida, sus deseos y sus decepciones, y lo hace caminando en paralelo con la inmortal obra de Chejov «Tío Vania», ya que se trata del montaje en el que está trabajando el protagonista y en el que participan, de un modo u otro, el resto de personajes de esta historia, al menos una vez superado ese sorprendente prólogo.


Sin apenas hacer ruido, manteniendo una mirada tan sosegada como inquietante, la película nos da una lección acerca de esos dos conceptos básicos de la ficción que son la acción y la trama. La primera, desnudando la esencia de la misma, pues suceden muchas cosas aunque sea en el interior de los personajes —paradójicamente, lo normal en las llamadas películas de acción es que, en realidad, no suceda nada—; y la segunda, desvelando lentamente las historias que atormentan el alma de los personajes, de modo que el espectador va rellenando los huecos emocionales que estos dejan en su comportamiento hasta que termina de comprenderlos en sus motivaciones, sentimientos y reacciones.


Una gran película que sirve también para refrescar otro de los grandes pilares de la ficción, el aliento universal, eso que hace que una obra hable de algo que atañe a todo ser humano, al margen de su situación en el espacio y en el tiempo, simplemente por pertenecer a esa misma y eterna Humanidad. Una cualidad que ya posee por sí sola la propia historia que nos cuenta (y cómo nos la cuenta) el film, pero que se refuerza al vincularla con la citada obra teatral escrita en la Rusia de los albores del siglo XX. Un idéntico aliento separado por muchos años y muchos kilómetros de distancia para relatarnos el mismo desasosiego, esas grandezas y esas decepciones que, inevitablemente, andan asociadas a ese accidente, a ese momento fugaz en el infinito al que llamamos vida, la nuestra.


La película está narrada con una aparente sencillez que esconde un gran rigor a la hora de planificar y mover a los personajes en el plano y es de una intensidad y una honestidad sobrecogedoras, por lo que destacar algún momento o algún recurso raya en lo temerario, pero no me resisto a dejar constancia de dos situaciones absolutamente mágicas: esa historia que cuenta la esposa del protagonista después del sexo y que tiene una continuación que él nunca conoció, y esa escena final de la obra de Chejov situada en los metros finales de la película en la que la actriz recita el texto con signos abrazada a la espalda del protagonista. Inolvidables.

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