La Trilogía del Trabajo de Ermanno Olmi

26 Ene La Trilogía del Trabajo de Ermanno Olmi

 

En Italia, a la conclusión de la II Guerra Mundial, surge un movimiento, el neorrealismo, de enorme trascendencia en la cinematografía italiana y mundial. En sentido estricto apenas dura unos años, pero su influencia, pervivencia o transformación —que cada uno elija el término que prefiera— se mantiene en las décadas siguientes y resulta especialmente visible en la commedia all’italiana, el género estrella de esa industria desde finales de los cincuenta hasta los primeros setenta. Una confluencia o una incorporación al lenguaje cinematográfico universal que continúa hasta nuestros días.


La principal innovación que trae consigo el neorrealismo —especialmente patente por su oposición al «cine de teléfonos blancos» del periodo fascista— es situar sus historias a ras de calle, sus protagonistas son gente corriente, unos personajes que el espectador se puede encontrar en la escalera, en la plaza o en el bar. El primer neorrealismo —o el neorrealismo a secas, sigue habiendo libertad de elección del término— lleva esta premisa hasta sus últimas consecuencias, de modo que rueda exclusivamente en escenarios naturales y dispone, muy mayoritariamente, de actores no profesionales en sus repartos. Una premisa, forzada por las circunstancias de posguerra o voluntariamente asumida por sus autores, que, en cualquier caso, decae conforme la industria italiana se recompone y asienta, reabre sus estudios y crea su propio star system. La esencia neorrealista se mantiene, pero han cambiado las reglas del juego.


En todos los casos excepto en unas (muy) pocas y significativas excepciones, una de ellas puramente puntual, el «Umberto D» (1952) de Vittorio de Sica, realizada en la frontera de ese cambio; y otra decididamente persistente y arriesgada por producirse fuera de tiempo, la conocida como «Trilogía del Trabajo» de Ermanno Olmi, un conjunto de films rodados en la frontera de los sesenta (muy lejos, pues, del primigenio neorrealismo), exclusivamente en escenarios naturales y con actores no profesionales en su reparto (todos ellos debutantes que, en el mejor de los casos, apenas tendrán después algunas breves apariciones en la pantalla), que parecen realizados fuera del planeta Tierra y a los que, en ocasiones, se les trata de ocultar tras las bambalinas del documental o de la reivindicación de ese propio trabajo que proporciona el nombre a la trilogía. Pero no se trata de documentales, sino de películas de ficción que, en cada caso, cuentan una historia muy concreta; y el universo del trabajo solo constituye el paisaje de fondo de esas historias, descrito con exquisita precisión, pero paisaje en definitiva (puede resultar significativo a este respecto que la mirada de Olmi se encuentra mucho más próxima al aliento cristiano, o democristiano, de un Zavattini / De Sica que al marxismo de un Visconti, las dos líneas que marcan el primer neorrealismo).


La serie se inicia con «Il tempo si è fermato» (1959), primer largometraje del cineasta tras una larga experiencia en el cortometraje documental, una historia situada en un paisaje nevado en el que convive una (contrastada por diferencias generacionales) pareja de obreros que ejercen labores de vigilancia de las obras de un pantano durante el tiempo que estas permanecen suspendidas por el clima y que, más allá de la precisa descripción de su realidad laboral, constituye una hermosa historia acerca de la solidaridad humana que está narrada desde la esencia misma del concepto, con una desnudez que multiplica exponencialmente el voltaje emocional de la historia.


La segunda, «Il posto» (1961), es la única que ya conocía de una lejana emisión de la segunda cadena de TVE (el UHF de la época) cuando todavía era casi un niño —más tarde también se proyectó en algún cineclub de la ciudad de Valencia— y bajo su apariencia de minuciosa descripción de la incorporación de un joven al mundo laboral esconde un auténtico film de terror —sin ninguna dependencia de las claves del género, por supuesto—, que narra una etapa muy concreta de la vida de todos (o casi todos) nosotros, el momento en que damos el paso a la edad adulta con la incorporación al mundo laboral y la primera relación sentimental. Una etapa que siempre enfrentamos con el sello de la esperanza, lo que seremos en este mundo, pero que la película tiñe con los colores de la desesperanza más absoluta: nada será como desearía este protagonista, carne de cañón de la periferia de Milán, ni en el trabajo, con un genial movimiento narrativo que nos lleva al interior de la vida de sus nuevos compañeros; ni en los sentimientos, pues terminará compartiendo la botella de fin de año con un matrimonio de ancianos y bailando con una madurita a la que nadie hace caso. C’est la vie…


La tercera y última de esta trilogía, «I fidanzati» (1963), es la más compleja narrativamente de las tres y se puede decir que cuenta una historia de «chico busca chica» con sus correspondientes acercamientos y alejamientos, pero lo hace desde lo esencial, despojando al relato de todos los artificios y recursos más o menos trillados o convencionales para este tipo de argumentos, buscando ese sentimiento que es común a todas las relaciones sentimentales, al margen de las anécdotas particulares que sustenten cada una de ellas, ese aliento universal que es patrimonio de las grandes obras y que permite al espectador reflexionar sobre su propia experiencia individual dentro de ese todo colectivo que es la humanidad. Para ello crea, precisamente, con su narración una especie de «continuo» en el que el tiempo y el espacio se funden en un solo relato, donde todo fluye y todo se interrelaciona: la sala de baile de las escenas iniciales que sirve de (distanciado) escenario en el que se «representa» parte de la historia (algo que unos años más tarde utilizaría el húngaro Miklos Jancsó, aunque en mi opinión con más teoría y menos sensibilidad) o esa gran libertad de movimientos en el espacio y el tiempo a la hora de plantear y contar las relaciones entre los protagonistas que nos termina remitiendo a la propia memoria de los personajes, una pareja separada por las circunstancias (laborales), los silencios y las pequeñas revanchas, pero unida por un sentimiento, el amor que sienten el uno por el otro, que, de este modo, se convierte en el auténtico protagonista del relato. La «Trilogía del Trabajo» de Ermanno Olmi, la esencia misma del cine.

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