15 Ene La perpetua expiación de Paul Schrader
El estreno de la inquietante «The card counter» nos pone en contacto de nuevo con este cineasta de larga trayectoria que ha hecho de la temática de la expiación y la redención el eje de lo más selecto de su atormentada obra, desde que se diera a conocer como guionista, una faceta tan asociada a su figura como la de realizador, en la mítica «Taxi driver» (1976) de Martin Scorsese, cuando ambos andaban en órbita de los treinta años de edad y apenas comenzaban a soñar en la espléndida carrera que llevarían después y en la que volverían a coincidir en alguna ocasión, como sucedió en otro título icónico del cineasta, «Toro salvaje» (1980).
Paul Schrader comenzaría pronto su carrera como director —«Blue collar», una ácida comedia sobre el mundo del trabajo, en 1978— y aunque nunca ha llegado a alcanzar los altares que escaló su ilustre compañero nos está dejando una estimable filmografía que, en muchos de sus títulos, presenta un sello de autor vinculado a una idea de la redención característica de buena parte de la religión protestante, que no reconoce el sacramento católico de la confesión —en el que un semejante te absuelve de tus pecados— y enfrenta al individuo con su creador, que es tanto como decir consigo mismo, sin nadie que le ayude a lavar sus culpas y condenándole a dictar su propia penitencia (una «angustia» muy reconocible, igualmente, en la obra de Ingmar Bergman).
Esta pulsión que, en ocasiones, incluso está presente en algunas de sus obras más comerciales o convencionales —la popular «American gigolo» o «El beso de la mujer pantera», remake del clásico realizado por Val Lewton y Jacques Tourneur en 1942—, adquiere toda su grandeza en sus obras mayores: «Posibilidad de escape» (1992), «Aflicción» (1997), la reciente y terrible «First reformed» (2017) y, por supuesto, la película que ahora llega a nuestras pantallas, «The card counter», un intenso relato producido por el propio Martin Scorsese y protagonizado por un hombre capaz de contar las cartas en juegos de mesa como el blackjack que arrastra consigo un pecado casi imposible de expiar —las atrocidades cometidas con los prisioneros en las cárceles secretas de la guerra de Irak, entre ellas la tristemente famosa de Abu Ghraib—, a pesar de haber cumplido por ello una larga estancia en la cárcel, hasta que un doble y casual encuentro, con uno de sus jefes de aquellos días, que esquivó la hipócrita acusación de los hombres y la derivó en sus subordinados, y con el hijo de un compañero que se suicidó a causa de aquella experiencia y sus consecuencias.
Uno de ellos busca venganza disfrazada de justicia y el otro, nuestro protagonista, encuentra aquí la oportunidad, tratando de salvar al chico de un plan que le conduciría directamente a la destrucción, de expiar sus culpas y saldar las deudas con ese creador que, en definitiva, no es más que uno mismo, su alma o su conciencia, que cada cual elija el concepto más acorde con sus creencias. La película es el relato de ese viaje señalado con un destino trágico que hunde sus raíces en un pasado marcado por la maldad de los hombres, un itinerario de tintes mortuorios que se desarrolla en una serie de espacios, habitaciones de hotel, barras de bares y salas de juego, que respiran una idéntica paz de los cementerios. Una película hipnótica y exigente que pretende llegar a la esencia de ese tormento interior que se llama culpa y que tantas grandes obras ha dejado en la ficción de todos los tiempos y todos los soportes. Esta es otra de ellas.
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