Berlanga en su centenario (I)

04 Nov Berlanga en su centenario (I)

 

Si le pidiéramos a un cinéfilo extranjero que nos dijera a bote pronto algunos cineastas españoles, muy probablemente no fuera mucho más allá de Buñuel, Almodóvar, Berlanga y, en todo caso, Saura. Uno de esos nombres sería, pues, el de Luis García Berlanga, lo que da cuenta de la dimensión internacional de este cineasta valenciano que, además, goza de esos galones de «autor» que definieran los críticos franceses y que designa una mirada personal e intransferible del cineasta en cuestión. Unos galones que la propia RAE se encargó de refrendar al incorporar como vocablo el término «berlanguiano» en 2020, varios años más tarde de que José Luis Borau lo reclamara en su discurso de incorporación a la Academia.


Sus primeros años
Luis García Berlanga nace, en la ciudad de Valencia, en el seno de una familia burguesa e ilustrada de talante liberal que procedía de Requena. Su padre, José García Berlanga Pardo (García Berlanga es un apellido compuesto) fue diputado del PURA (Partido de Unión Republicana Autonomista) y uno de sus tíos, Luis Martí Alegre, fue un reconocido autor de sainetes, entre ellos «El faba de Ramonet» que, en 1933, sirvió de base a la primera película hablada en valenciano. En su primera juventud hizo pinitos en la pintura y la poesía y se matriculó en Filosofía, aunque parece ser que apenas asistió a algunas clases y su vida era la de un chico (ocioso) de buena familia en provincias. En algunas entrevistas el propio Luis García Berlanga se identifica con los personajes y los ambientes de la película de Fellini «I Vitelloni».


En 1939 es movilizado dentro de la conocida como Quinta del biberón, pero es destinado al botiquín y no llega a entrar en combate. Al finalizar la guerra civil se alista en la División Azul y parte hacia el frente ruso con la intención de lavar las culpas republicanas de su familia y salvar la vida de su padre sobre el que pesaba la amenaza de una condena a muerte por su actividad política en la República. El propio Berlanga nos cuenta su versión de los hechos que, como sucede en las buenas historias, no es tan simple: «Yo podía quedar muy bien diciendo que me hice falangista para salvar la vida de mi padre que estaba condenado a muerte, pero eso no es cierto. Mi falangismo era absolutamente sentimental y estaba entre los que ponían letreros contra los ingleses en las paredes. Yo era del llamado Frente Azul. En realidad, yo era un falangista de tertulia. La guerra me había cogido en zona republicana y me divertía estar en contra. Mi estancia en Rusia, con la División Azul, sí pudo tener su origen en la situación de mi padre. Mi transformación total se produce en la estepa rusa. Cuando volví de la División Azul ya estaba completamente curado. Cuando regresé ya era lo que soy ahora, al cien por cien. Cuando me fui, aunque fue por salvar a mi padre, no puedo negar que pensaba que hacía una cosa que merecía la pena (…) A mi vuelta de la División Azul mi falangismo había muerto y yo estaba completamente desengañado y ya no me interesaba para nada la política». (Antonio Castro, El cine español en el banquillo).


Sus primeras películas
En 1947 ingresa en el recién creado IIEC (Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas), que a partir de 1961 pasaría a llamarse la EOC, (Escuela Oficial de Cinematografía), formando parte de la primera promoción junto a Juan Antonio Bardem. Ambos componen una contrastada pareja que comenzaría a abrir las puertas del cine español posterior a la guerra civil con la primera película que dirigirían juntos (Berlanga la parte técnica y Bardem a los actores), «Esa pareja feliz» (1951), un film con matizadas influencias del neorrealismo que narra los sueños y frustraciones de un matrimonio joven, él trabaja como electricista en unos estudios cinematográficos y ella cose en casa, perfectamente reconocible para el espectador del momento. El cine español ya había producido algunos títulos de intenciones realistas, como «Cielo negro» (Manuel Mur Oti, 1951) o «Surcos» (Nieves Conde, 1951), pero seguían situados dentro de un modelo de género y de producción alejados de la realidad cotidiana, un tanto ajenos a la calle y los personajes que conocía el espectador.


Su carrera en solitario comienza con siguiente película, «Bienvenido Mr. Marshall» (1952), el film que le da a conocer internacionalmente, tuvo muy buena acogida en el Festival de Cannes, y que inaugura sus encontronazos con el régimen, pues, dentro de casa, la censura suprimió una secuencia en la que la maestra sueña con la liberación de sus inhibiciones sexuales al ser disputada por un grupo de deportistas norteamericanos; y, fuera de casa, provocó la protesta de la embajada norteamericana por la parodia del comité de actividades antiamericanas e hizo que el presidente del jurado de Cannes, el actor Edward G. Robinson, pusiera el grito en el cielo con la pequeña bandera norteamericana arrastrada a una boca de alcantarilla que aparece en una de las últimas imágenes de la película.


Su siguiente película es «Novio a la vista» (1953) y está ambientada a principios de siglo, con un grupo de adolescentes madrileños de buena familia que veranean en las playas de moda de San Sebastián. Algunas escenas satíricas de la burguesía española fueron suprimidas por la censura, tanto en fase guion como en la primera copia. En una carta dirigida años después al cine club Salamanca, Berlanga decía: «Entre imposiciones previas, autocensuras, limitaciones de rodaje y cortes posteriores del productor, del distribuidor, del señor censor de padres de familia, del señor censor de hijos de buenas madres y demás zarandajas por el estilo, me han mutilado y prostituido una obra donde yo me había encontrado a gusto». (Homero Alsina Thevenet, El libro de la censura cinematográfica).


«Calabuch» (1956) es una de sus películas más amables, una emotiva visión de la vida en un pueblo y de sus gentes sencillas, a partir de la aventura de un sabio atómico que se ha refugiado en un pequeño pueblo mediterráneo (la película se rodó en Peñíscola) y ayuda a sus habitantes a construir un cohete que supere a la pirotecnia de los pueblos vecinos.
La «tregua» se acaba con su siguiente película, «Los jueves milagro» (1957), una comedía que ironiza con la religión —las fuerzas vivas de un pueblo dependiente de un balneario en decadencia simulan un milagro (la aparición de San Dimas) para relanzarlo a partir de las propiedades milagrosas de sus aguas— y que sufrió todo tipo de contratiempos. Uno de los censores, el padre dominico Grau, impuso tantas modificaciones en el guion que Berlanga quiso mencionarlo como coautor del mismo para que pudiera compartir los beneficios de la película. Por su parte, la Dirección General de Cinematografía y Teatro impuso hasta cinco cortes referidos a alusiones a la religión e incluso forzó el rodaje de algunas escenas adicionales (las dirigió Jorge Grau), entre ellas un prólogo y una imagen final distinta. Y después de todo ello, la Dirección General de Cinematografía impuso que la publicidad de la película debía aludir expresamente a su carácter de farsa. La versión recuperada actualmente (a partir de una copia localizada en Bélgica) dura 90 minutos, ocho más que la que se estrenó en su momento en España y corresponde a la entregada por Berlanga antes de los cortes, añadidos y alteraciones en el doblaje.


Berlanga se ha convertido en un cineasta incómodo para el régimen, pero también para los productores que temen que su proyecto se enfrente a un rosario de dificultades, y su carrera sufre un parón en el que acumula varios guiones vetados por la censura («Los gancheros» y «Los aficionados»). Incluso crea una cooperativa para proponer una serie de 36 episodios para TVE, titulada «Los pícaros», de los que solo se rodaría el piloto, «Se vende un tranvía», realizado por Juan Estelrich, que no sería del agrado de los responsables de TVE.


Aparición de Rafael Azcona. Sus dos obras maestras.
Su siguiente película tarda cuatro años en llegar y constituye su primera colaboración con el guionista Rafael Azcona, que se convertirá en un fijo en su filmografía: «Lo que me ha aportado la colaboración con Rafael ha sido una cierta sistemática en el guion de la que antes carecía. Con Azcona mis películas son más rigurosas porque los guiones lo son mucho más». (Antonio Castro, El cine español en el banquillo).
Las dos primeras películas de la pareja son dos obras maestras del cine español, comenzando por «Plácido» (1961) que, inicialmente iba a llamarse «Siente un pobre en su mesa», pues nos cuenta la iniciativa que tiene la buena sociedad de una ciudad de provincias de acoger, cada familia pudiente, un pobre para la cena de Nochebuena. Es una película maldita que tuvo un estreno tan limitado que llegó a reponerse en los setenta aunque muy pocas salas se animaron a proyectarla, de modo que en ciudades como Valencia su «estreno» sería en 1978 con una proyección en el cine club del Centro Excursionista.


Y continuando con la inolvidable «El verdugo» (1963), cuyo rodaje coincidió con la ejecución de Julian Grimau (20 abril de 1963), una situación recreada recientemente por Manuel Gutiérrez Aragón en su novela «Rodaje». La película padeció 14 cortes de la censura, por un total de cuatro minutos y medio, y se presentó en el Festival de Venecia, provocando un pequeño terremoto político, ya que pocos días antes, el 17 de agosto de 1963, se había ejecutado en España, mediante garrote vil, a los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado, acusados de unos atentados que, en realidad y como se ha sabido más tarde, habían cometido otros miembros de la resistencia antifranquista. El embajador en Italia, Sánchez Bella, que posteriormente llegaría a ser ministro de Información y Turismo, no consideró conveniente retirar la película, que además era coproducción italiana y ya tenía anunciado su estreno en Italia, y aconsejó que se utilizara su proyección para demostrar la liberalidad del régimen, pero que después fuera ignorada en España y que a sus autores no se les apoyara en un futuro.


En la carta que Alfredo Sánchez Bella remitió al ministerio de Asuntos Exteriores se podía leer: «Estamos ante una maniobra planeada en toda regla, con arreglo a los cánones revolucionarios más auténticos. La película está dentro de lo que los comunistas llaman, en su jerga dogmática convencional, realismo socialista. El guión contiene todos los requisitos de la propaganda comunista en relación con España a través de una versión muy española, que quiere decir casi anarquista. El autor del mismo, por lo visto, ha sido Muñoz Suay (…) Este, indudablemente ha sido el inspirador de toda la maniobra. Me dicen, por lo demás, que en Madrid pasa por ser uno de los máximos agentes del Partido Comunista Español y después de ver la película me lo explico perfectamente. Es un intelectualillo valenciano, pequeño, minúsculo, sin valor para dar la cara en nada, pero, por lo visto, con una carga revolucionaria más que regular. Al parecer, él es el verdadero cerebro motor de la audaz travesura. Ahora está lleno de miedo por las consecuencias. Berlanga es el autodidacta desgarrado, un tanto anarquista, que aspira a la notoriedad y al triunfo a cualquier precio; creo que no es consciente de lo que ha hecho, no se ha dado cuenta de toda la carga política que ha puesto en la película; existe en él, evidentemente, una cierta dosis de mala fe, desde luego, pero en parte es irresponsable de lo que ha hecho. El clásico compañero de viaje que los comunistas siempre saben utilizar tan sabiamente». (Un cine para el cadalso, Román Gubern y Domenec Font).
Pero Berlanga era muy consciente de lo que estaba haciendo y superaba las fronteras de una concreta realidad política para hablarnos de las sumisiones que el sistema, cualquier sistema, imponía al individuo, cualquier individuo: «Pero el tema que me interesaba de verdad y que trataba de abordar en profundidad, aunque fuera menos evidente en primera instancia, es la facilidad con que un hombre pierde su libertad, su capacidad de decisión propia. Explicar que estamos inmersos en una sociedad que posee una enorme cantidad de engranajes sutiles para lograr que nos integremos en ella y así un pobre hombre que le tiene horror a la violencia física y que odia la pena de muerte, se hace verdugo para conseguir un techo donde cobijarse y acaba teniendo que ajusticiar a una persona». (Antonio Castro, El cine español en el banquillo).


Años difíciles
La amenaza pareció consumarse, pues Berlanga y Azcona trataron de sacar adelante varios guiones que la censura rechazó, entre ellos uno protagonizado por un seminarista que se convertía en mujer y finalmente, cuatro años más tarde, terminaron realizando una coproducción con Argentina que, inicialmente, iba a llamarse «Las pirañas» y que finalmente se distribuyó como «La boutique» (1967), una melodrama de pareja que trata de desmitificar un sentimiento tan valorado en cualquier moral como es la piedad (una mujer trata de recuperar la atención de su marido inventándose una grave enfermedad). Berlanga trató de conseguir con esta película un cambio de registro que no consiguió: «El terror que nos produjeron, tanto a Rafael Azcona como a mí, las críticas que se hicieron a “El verdugo”, en las que se hablaba siempre de iberismo, de esperpento nos llevó a intentar una comedia de teléfonos blancos, burguesa, de ambientes distinguidos… Pero al rodarla en Argentina todo esto se perdió, porque resultó que los ambientes burgueses allí eran casi tan miserables como los españoles y a punto estuvimos de llegar a ese esperpento del que huíamos». (18 españoles de posguerra, Diego Galán y Fernando Lara).


Su siguiente película, «Vivan los novios» (1970), es una comedia negra —un empleado de banca llega a Sitges para casarse pero se le muere la madre y debe ocultarla ya que su novia no está dispuesta a retrasar la boda— que, con el tiempo, compondría una cruel paradoja, pues Berlanga moriría el 13 de noviembre de 2010, una noche en la que se fue a la cama, según nos contaba Vicente Muñoz Puelles (autor del interesante libro «Berlanguiana»), después de ver por televisión el partido del Valencia CF, del que era entusiasta seguidor, y de cenar una tortilla de patatas. A la mañana siguiente, cuando fueron a despertarle, le encontraron muerto en la cama —esta vez la «culpa» no la tuvo el Valencia CF pues esa noche le ganó por dos goles al Getafe—, pero ese domingo era la boda de uno de sus hijos con lo que el cineasta se despidió de este mundo componiendo una situación berlanguiana que ya había llevado a la pantalla muchos años antes.


Las dificultades siguen acompañando la carrera de Berlanga y prueba de ello es que su siguiente película tarda cuatro años en llegar y es de nuevo una coproducción, esta vez con Francia, y en este caso como principal impulsora del proyecto. Se trata de «Tamaño natural» (1974), una película —que no se estrenó en España hasta la llegada de la democracia— que cuenta las relaciones entre un dentista que se ha separado de su esposa y una muñeca de caucho y termina siendo una reflexión sobre la soledad y la dificultad de entendimiento entre hombres y mujeres: «Sabes muy bien lo mucho que me interesa el erotismo, pero filmando la película me he dado cuenta de que eludía totalmente cualquier situación erótica. No acabo de averiguar la razón. Quizá sea que ya no estoy en edad de hacer películas eróticas, o que, precisamente, porque me interesan mucho me dan un miedo enorme y no me atrevo a realizarlas. Lo cierto —y no deja de ser bastante extraño— es que cuando por fin tengo oportunidad de hacer un cine erótico, rechazo de plano tal posibilidad». (Antonio Castro, El cine español en el banquillo).
Precisamente la llegada de la democracia va a facilitar el relanzamiento de la carrera del cineasta y no solo por la desaparición de la censura del franquismo, sino también porque el nuevo escenario social y político iba a proporcionarle una nueva fuente de inspiración. El Berlanga que había realizado tan complejas aproximaciones a la base social del franquismo se disponía a dirigir esa mirada al universo de la transición.

(Continuará)

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