Clint Eastwood: adiós al macho

26 Sep Clint Eastwood: adiós al macho

 

Vaya por delante mi simpatía y mi admiración por Clint Eastwood, sin duda una auténtica leyenda viva del cine, pero eso no debe nublar la mirada —mi mirada, por supuesto— sobre esa larga trayectoria como actor, productor, director y músico —curiosamente nunca como guionista— que le adjudica la condición de último representante de la narración clásica en el cine. Unos galones un tanto equívocos, ya que sería más ajustado señalarlo como un (muy) sólido artesano a la vieja usanza, cuando se prefería que la cámara no se notara y el montaje dentro de las secuencias fuera más sosegado y lineal. Una condición que tiene su origen en el magisterio que Clint Eastwood siempre le ha reconocido a Don Siegel, el gran artesano, que no autor, del cine norteamericano.


Repasando brevemente estas facetas de su actividad —con excepción de la de músico, ya que no me siento capacitado para ello—, creo que la gran mayoría reconoceremos que es un actor bastante limitado de recursos, aunque lo compensa, en parte, con su capacidad para «apoderarse» de la pantalla —un poco como John Wayne, aunque este le superaba en ambas facetas, la de actor y la de «comerse» la pantalla—, y consigue sus (escasos) mejores momentos cuando el personaje se ajusta a las condiciones de esa limitada expresividad, como sucede en «Sin perdón» (1992).


Una (esforzada) carrera de actor que comienza a mediados de los años cincuenta con pequeños papeles no acreditados en varias películas y que, en estos primeros tiempos, apenas progresa cuando esos personajes secundarios o muy secundarios merecen un lugar en los créditos de cola del film en cuestión. Su despegue le llegó en Europa, cuando Sergio Leone lo eligió, en 1964, como protagonista de unos westerns que tuvieron una gran repercusión comercial y le proporcionaron una enorme popularidad, de modo que regresó a Hollywood con el sello de protagonista escrito en la frente. Allí, pronto encontró el personaje que le situaría definitivamente en el universo de las estrellas, la saga de Harry el sucio, el policía de maneras (muy) violentas, que iniciara Don Siegel en 1971.


Su actividad como director comienza unos años más tarde, con «Escalofrío en la noche» (1971), un correcto thriller narrado a la manera de su maestro Don Siegel, pero sus primeras películas resultan bastante mediocres y al servicio del modelo de personaje violento que había heredado de sus westerns con Leone y de la saga de Dirty Harry: «Licencia para matar» (1975) «Firefox el arma definitiva» (1982), «El sargento de hierro» (1986)… todos ellos títulos para olvidar.


El giro de calidad en su actividad como realizador llega en 1988 con «Bird», la dolorida biografía de Charlie Parker, en la que, por primera vez, Clint Eastwood no aparece como protagonista. Su cine había entrado en otra dimensión que ya no abandonaría y sobre la cual se cimenta el (merecido) prestigio del que goza el cineasta. Valorar esta última y larga parte de su carrera requeriría un espacio y una voluntad que superan los márgenes de este blog, así que me limitaré a dejar constancia de un par de reflexiones. La primera es que Clint Eastwood no tiene, ni tampoco creo que lo pretenda, la condición de autor, ya que su mirada no posee la singularidad y la persistencia que tal calificativo reclama y que se puede observar en cineastas como Ford o Huston, entre los norteamericanos, o en Almodóvar y Berlanga, entre los nacionales. Clint Eastwood sigue siendo un aplicado artesano que sabe contar con eficacia, sencillez y claridad la historia que desarrolla el guion. Lo cual no es poco, sino todo lo contrario.


La segunda reflexión se refiere a una limitación que, en mi opinión, presenta su mejor cine: la escasa complejidad, incluso simpleza en ocasiones, de muchas de sus historias y personajes («Million Dollar Baby» o «Gran Torino»). El lector me señalará, con razón, que eso ya procede del guion, pero, en cualquier caso, la última palabra, la última responsabilidad, siempre la tiene el director y todavía más si, como es el caso, además ejerce de productor. De modo que se trataría de guiones que le interesan o que incluso reclama.
Eso no implica que en esta última y selecta etapa de su filmografía no se encuentren grandes películas, como el sensacional binomio «Banderas de nuestros padres» y «Cartas desde Iwo Jima» (2006), o la citada «Sin perdón» (1992); ni tampoco películas exquisitamente correctas como «Invictus» (2009), «Richard Jewell» (2019) o la mencionada «Bird» (1988). Y también películas de prestigio como «Mystic River» (2003), que nunca he sabido muy bien qué hacer con ella, o «Los puentes de Madison» (1995), un melodrama con las costuras demasiado visibles pero que sabe mover perfectamente las emociones del espectador.


Ahora se estrena «Cry Macho» (2021), una película realizada e interpretada con más de noventa años de edad, toda una hazaña que me causa tanta admiración como afecto. Se trata de una «conocida» historia de confrontación entre el inicio y el crepúsculo de una vida, en la que los personajes y sus relaciones son muy previsibles, tan ajustados unos y otras a las exigencias del guion tradicional que, a veces, incluso no terminan de encajar: la reacción del niño cuando Clint le cuenta la verdad o esa salvación en el último minuto a cargo del gallo con evidentes problemas de verosimilitud. La falta de complejidad, el maniqueísmo incluso, que, en mi opinión, ha lastrado algunos títulos de esta última parte de su carrera, resulta especialmente patente en esta ocasión, con el agravante de la escasa credibilidad que ofrece la intervención de Clint Eastwood como actor, y no por sus relativas limitaciones interpretativas, sino por su simple presencia física, un anciano, incluso con algún problema de movilidad (sus andares o las escenas del baile), que convierte en poco verosímiles unas cuantas escenas y situaciones (el puñetazo al mafioso y el posterior temor de este, el intento de seducción de la poderosa señora e, incluso, su relación con la cantinera mexicana), y eso es un lastre para cualquier ficción, ya sea del papel, de la escena o de la pantalla.


Queda, no obstante, su reflexión acerca de la sobrevaloración del concepto de macho —sobre el que Clint Eastwood ha cimentado buena parte de su carrera—, un bonito aliento testamentario que la película explicita en sus escenas finales, pero que no logra articular eficazmente en el conjunto del relato, con un gallo como elemento perfecto para esa meditación que no está bien utilizado dramáticamente y que, en la mayoría de escenas, molesta más que otra cosa.

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