The Kid: cien años de una obra maestra

08 Feb The Kid: cien años de una obra maestra

 

Se cumplen cien años del estreno de una de las películas más famosas del maestro Chaplin, «The Kid», convenientemente restaurada y digitalizada para la ocasión. Se trata de una producción de 1921, su primer largometraje en sentido estricto (dura 68 minutos), realizada para la First National, la cuarta y última de las productoras para las que trabajó Chaplin antes de fundar —en compañía de Griffith, Douglas Fairbanks y Mary Pickford— la United Artists y controlar todavía más sus productos, aunque en esos momentos se puede decir que, prácticamente, ya era el dueño y señor de los proyectos en los que trabajaba.


Una de las grandes aspiraciones del arte en general y del cine en particular es alcanzar la «universalidad» con sus obras, de modo que una película pueda ser comprendida y sentida en cualquier parte del mundo. Que rían y lloren por igual un esquimal del Ártico, un granjero de la América profunda o un intelectual del Quartier Latin parisino. El cine de Chaplin hace diana exacta en este objetivo y esta película en concreto contiene una de las imágenes más icónicas al respecto: la de nuestros protagonistas, los dos pilluelos que interpretan Chaplin y el chico, acechando tras una esquina la llegada de una autoridad que tienen justo a su espalda. Eso lo entiende y lo siente todo el mundo porque está transmitiendo una imagen de temor ante a la autoridad, de esconderse por lo que pueda ser, que es común a toda la humanidad. Todos somos, o creemos ser, parias que escondemos alguna (pequeña) transgresión.


El siguiente gran mérito de la película no es nuevo en la filmografía de Chaplin, aunque en esta ocasión está depurado al máximo. El primer cine de Hollywood, ese que conquistaría el mundo y definiría las bases del relato cinematográfico, se asentaba sobre cuatro ejes que funcionaban de manera bastante estanca: la acción y los peligros (Douglas Fairbanks y Pearl White), las lágrimas (Mary Pickford), el sexo (Teda Bara) y las risas (toda la gran tradición del mudo norteamericano). Una película era, prácticamente, una cosa o la otra. El gran avance de Chaplin, más o menos concretado por primera vez en «The tramp» (1915), es unir dos de estos mecanismos en una sola película: las risas y las lágrimas. Los espectadores iban al cine a reírse y emocionarse, pero por primera vez lo podían hacer con una sola película. «The Kid» eleva este mecanismo a la perfección. Una revolución, una mirada que permanece en la actualidad y que continuará presente en el cine por toda la eternidad.


Y todo ello sin perder de vista al sector social al que iba dirigido el nuevo invento del cinematógrafo, las clases populares. La acción sucede en los ambientes de miseria y dificultad que tan bien conocían los propios espectadores y nuestros protagonistas tratan de sobrevivir, de comer cada día, recurriendo a todo tipo de triquiñuelas, algunas en los márgenes de la legalidad, pero lo primero es comer y luego ya veremos. Justo lo mismo que les sucedía a muchos de los espectadores. Unos ambientes y unas situaciones que, por otra parte, el cineasta también conocía bien, pues siendo muy niño y estando a cargo de su madre (su padre les había abandonado) debió ingeniárselas por las calles de Londres durante los días que su madre, una mujer de precaria salud, permanecía ingresada en el hospital.


«The Kid» es modélica, pues, en todos estos aspectos, desde el folletín de madre soltera que pierde a su hijo y trata de recuperarlo cuando se ha hecho rica, hasta la cruda realidad de las calles que patea la pareja protagonista, pasando por el alto voltaje emotivo de las escenas entre Chaplin —en su eterno e impagable personaje de superviviente que trata de mantener una dignidad tragicómica— y el chico interpretado por Jackie Coogan —un actor de triste carrera posterior que llegó a demandar a sus padres porque se quedaron con toda la fortuna que había conseguido de niño—, y por supuesto por todos los magistrales gags a cargo del maestro, un auténtico catálogo del género. Puede que la secuencia onírica final, con los angelitos y la parodia de la tentación de Eva, no me termine de convencer y que a Chaplin se le vaya, de vez en cuando, un poco la mano con el sentimentalismo, pero tampoco vamos a ponernos tiquismiquis en un centenario.

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