An elephant sitting still: Más que una obra maestra

16 Abr An elephant sitting still: Más que una obra maestra

 

Bo Hu —o viceversa, porque en esto de los nombres chinos no hay un criterio de orden uniforme en Occidente—, conocido también con el seudónimo de Quian Hu, es… o era un joven autor chino, escritor y cineasta, con un par de novelas en su haber, entre ellas la que inspira este film, un cortometraje y este sorprendente largometraje de cuatro horas de duración —han leído bien, cuatro— titulado, en su acepción inglesa, «An elephant sititng still», que obtuvo un gran reconocimiento a su paso por festivales, especialmente en el de Berlín, aunque no ha llegado a estrenarse en nuestras salas comerciales y solo puede verse en plataformas digitales. Una película que muestra un talento fuera de lo común que, desgraciadamente, ya nunca más podremos contrastar, pues su autor se suicidó poco después de terminar el film, el 12 de octubre de 2017, con tan solo 29 años de edad.


La película sitúa su historia en una inhóspita ciudad industrial del norte China, con cuatro tramas que van cruzándose a lo largo de la acción y que finalmente convergen en la parte final. Sus personajes están situados en dos bloques de edad, la mayoría en el inicio de sus vidas, en una adolescencia un poco prolongada, y uno en la etapa final. Los primeros no tienen futuro y el segundo carece de esperanza, entre ambos un puñado de activistas de la insolidaridad situados en la edad adulta. Todos ellos con una construcción dramática exquisita, de tal complejidad que, a poco que te descuides, se salen de la pantalla y se sientan a tu lado. En sus relaciones y en sus diálogos la película mantiene un escrupuloso respeto por las situaciones y los personajes, pero construye sutilmente a partir de estos elementos un entramado moral y filosófico que nos evoca un Antonioni de los miserables.


La película alcanza la categoría de obra maestra en este apartado, pero suma un nivel superior, ese «más que» del encabezado, si atendemos a su sorprendente y novedosa narración. Está contada en sucesivos planos secuencia de gran dificultad y funcionalidad, que van componiendo los diversos planos que el cineasta necesita en cada escena y que muchas veces cambian de escenario. Unos planos secuencia que disponen de la profundidad de campo para situar la atención en uno de los personajes, muchas veces no el que está hablando sino el que está «reaccionando», pues el otro aparece sutilmente desenfocado. Y, finalmente, unos planos secuencia que mantienen casi de forma constante un encuadre más cercano al primer plano que al plano medio, narrando la historia, en consecuencia, a partir de los rostros de los personajes —la gran innovación que aportó Dreyer en «La pasión de Juana de Arco»— y con una subsiguiente utilización dramática del fuera de campo. Un lenguaje fascinante que el cineasta mantiene a lo largo de las cuatro horas que dura la película, concediendo en escasas ocasiones la liberación de los planos generales, una de ellas con el que cierra la película, todo un modelo de poesía… nuevamente de lo miserable.

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