08 Sep La novia del desierto: encuentro en ninguna parte
Un nuevo ejemplo de ese cine minimalista sudamericano que desembarcó en nuestras pantallas de la mano de Whisky (2004), de los uruguayos Juan Pablo Rebella (tristemente desaparecido dos años después) y Pablo Stoll, y que tantas joyitas nos ha dejado desde entonces, con títulos como los del argentino Carlos Sorin —por citar un cineasta de la misma nacionalidad que la pareja de realizadoras de nuestra película—, Historias mínimas, Bombón, el perro o más recientemente Días de pesca en Patagonia. Un cine realizado con escasos personajes, escasos escenarios y un presupuesto todavía más escaso, que hace de las emociones su motor principal, en detrimento de una acción física prácticamente inexistente, y que nunca he sabido muy bien si ha nacido de las dificultades de financiación de aquella industria o de una necesidad de sus autores de contar esos sentimientos. Muy probablemente lo haya hecho de una dialéctica entre ambas circunstancias.
En esta ocasión, la protagonista es una mujer, ya superados los cincuenta años de edad, que ha malgastado su vida al cuidado de los demás —criada de una familia con la función de atender al hijo pequeño, hoy ya todo un hombre— y el escenario son los paisajes del interior norte de Argentina —la provincia de San Juan, limítrofe con Chile, nacionalidad de la actriz y el personaje—, un entorno todavía más desolado y solitario que la Patagonia de Sorin. Un par de mínimas acciones, un autobús que se retrasa y un bolso que se pierde, sitúan al personaje en una aventura —mucho más interior que exterior—, al lado de un maduro, y fondón, vendedor ambulante al que apodan «el gringo», que terminará proporcionando una decisiva evolución del personaje.
Lo verdaderamente admirable de esta película —presentada en el festival de Cannes, dentro de la sección Un certain regard— es la sensibilidad y precisión con la que describe los sentimientos y relaciones de estos dos personajes dejados caer en medio de ninguna parte. Ya sea a nivel de guión, de puesta en escena o de interpretación (geniales y entrañables Paulina García y Claudio Rissi). Una anécdota tremendamente singular, tanto por la condición de sus protagonistas como por el espacio elegido para vivirla, que, sin embargo y como sucede en las grandes historias, adquiere trascendencia universal, pues ese espacio de vidas quemadas y segundas oportunidades que surgen donde no parece haber nada —sublime el clímax final en el servicio de un puesto de carretera a ninguna parte— alcanza a cualquier persona al margen de su nacionalidad o cultura. Gran debut, pues, de esta pareja de cineastas, con sobrada experiencia anterior en diversos cometidos dentro de la industria, que hace que esperemos impacientes su próximo trabajo.
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