14 Jul Powidoki: La última película del gran Andrzej Wajda.
Wladyslaw Strzeminski fue un pintor polaco perteneciente a las vanguardias de los años veinte que, tras la instauración del régimen soviético en Polonia al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cayó en desgracia por sus posiciones artísticas —la estigmatización de la abstracción como arte burgués y decadente en contraposición a la utilidad proletaria del realismo socialista— y, a pesar de haber estado vinculado en sus inicios a los movimientos renovadores de la primigenia revolución soviética, se vio condenado a una existencia de postergación y de miseria hasta su muerte en 1952, a causa de una tuberculosis, sin haber cumplido todavía los sesenta años de edad. Esta última y dolorosa etapa de su vida es la que recrea esta interesante película titulada para su distribución en España con un explícito Los últimos años del artista, aunque su subtítulo, Afterimage, remite al original, Powidoki, en referencia a una teoría del protagonista acerca de la mirada del pintor, que se recoge en los primeros minutos del film.
Se trata de la última película del gran Andrzej Wajda, fallecido en octubre de ese mismo año, un autor que constituye la historia misma del cine polaco y que, en su juventud —nació en 1926—, conoció los mismos espacios y ambientes que el pintor protagonista, el régimen soviético, bajo la mano de hierro de Stalin, que tanto sufrimiento causó en amplios sectores de la maltrecha población polaca que, en apenas unos meses, al final de la contienda europea, pasó de unos dueños a otros. Un tiempo que, sin duda, dejó una profunda huella en el cineasta que ha ajustado cuentas con esa época en más de una ocasión.
La factura narrativa es impecable, con unos encuadres funcionales y perfectamente medidos; unas escenas sabiamente construidas, con su planteamiento, desarrollo y desenlace, que hacen avanzar la acción (esto puede parecer una obviedad, pero no es nada fácil de conseguir); una estupenda ambientación y una ajustada descripción de los personajes que componen ese oscuro universo de la posguerra soviética polaca. Dispone asimismo de una mirada compleja sobre la historia y sus personajes, a pesar de su inequívoca condena de ese régimen social y político que ahogó la vida y la creatividad de tantos intelectuales y artistas —el mismo Wajda tuvo que sobrevivir, como cineasta, en esa jungla del pensamiento único—, ya que el protagonista tampoco sale muy bien parado como padre y esposo, y la solidaridad de los desheredados prácticamente brilla por su ausencia (implacable la escena en la que la casera devuelve al puchero el plato de sopa) y sólo los jóvenes alumnos del profesor muestran esa ingenua irresponsabilidad del que está dispuesto a entregarlo todo.
Perfecta en su lectura como anécdota concreta —el personaje y su tiempo—, la película apunta una segunda lectura referida a las relaciones entre el arte y la política, que, a pesar de incluir interesantes anotaciones, resulta menos compleja y desarrollada. La poderosa trama principal y los propios —y justificados— rencores del cineasta terminan dejándola un poco en segundo plano. Quizás sea este el único (mínimo) reproche que se le pueda hacer a esta estupenda y desoladora película.
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