01 Jul Pablo Trapero: el amigo argentino.
En el año 2003, el año del no a la guerra, formé parte del jurado de la Sección Oficial de la 9ª edición de la Mostra de Cinema Llatinoamericà de Lleida, un gran festival, al que he acudido varias veces, y una gente estupenda la que trabaja allí. El primer premio fue para El bonaerense, el segundo largometraje de un cineasta argentino que, en aquel momento, era casi un desconocido para el aficionado español y un poco más todavía para el valenciano, pues su primera película, Mundo grúa (1999), aunque se había distribuido comercialmente en España, no había llegado a estrenarse en las salas valencianas.
Yo la conocía de su emisión en el antiguo Canal Plus, unos meses más tarde, y había escrito la breve reseña crítica que permanece en los archivos de esta publicación: “…una significativa radiografía del estado material y moral de la sociedad argentina actual, con una descripción de las relaciones del protagonista con los diferentes personajes (…) realmente ejemplar en su desnudez y complejidad.” (Cartelera Turia núm. 1980, enero 2002).
Una condición de aventajado cronista de la sociedad argentina que sumaba y seguía con este segundo largometraje que, como hemos apuntado, nos llegó a través de la Mostra de Lleida, El bonaerense (2002), en el que el cineasta se inicia en los caminos del thriller, un género en el que tan buenos resultados obtendría más adelante. La película es un relato clásico de pérdida de la inocencia al entrar en contacto con el mundo real —en este caso esa sociedad argentina asentada en el concepto de “sacar ventaja”, algo que, hace ya muchos años, escuché (sorprendido) a un ciudadano argentino con el que coincidí en un viaje y que después me he encontrado en diversos textos e historias de ficción—, un joven de un pequeño pueblo de provincias que, gracias a la influencia política de un tío suyo, ingresa en la policía de Buenos Aires, la bonaerense del título, y va aprendiendo que antes que servir la ley deberá atender a sus propios intereses pues nadie lo hará por él, ni siquiera esa ley que dice proteger a todos los ciudadanos.
Desde entonces Pablo Trapero ha realizado otros seis largometrajes (además de su participación en el colectivo 7 días en La Habana, en 2012) y, en la actualidad, es uno de los cineastas argentinos de referencia, tanto por la cantidad de reconocimientos y galardones que acumula en festivales internacionales como por la madurez y el alcance su obra. Alguien podrá pensar que no son muchos títulos en quince años, pero levantar financieramente un proyecto cuesta mucho y en algunas cinematografías todavía más, así que tiene mucho mérito lo que ha conseguido este cineasta, más todavía si atendemos al impecable compromiso que toda su filmografía muestra con la vida y con el buen cine.
Casi todos ellos —con la excepción de Nacido y criado (2006), que desconozco— han llegado a estrenarse en las pantallas valencianas, aunque algunos han pasado (injustamente) bastante desapercibidos, como Familia rodante (2004), un film rodado en 16 mm. que está basado en recuerdos propios y concebido como una especie de cruce entre la película coral y la road movie. Y Leonera (2008), un duro relato, filmado con un impresionante realismo, que narra el proceso de maduración a través de la maternidad de una joven que cumple una larga condena acusada de la muerte de su novio.
Su nombre echa definitivamente raíces en el corazón del cinéfilo valenciano con Carancho (2010), uno de sus mejores trabajos —y no digo el mejor porque no quiero ser injusto con otros— y, en cualquier caso, un thriller excepcional que está protagonizado por “un abogado especializado en sacar tajada de los accidentes que se producen en la ciudad de Buenos Aires y su relación con una médica que resiste las guardias nocturnas y la decepción de su propia vida con la ayuda de las drogas.” (Cartelera Turia núm. 2452, enero 2011).
Su siguiente film, Elefante blanco (2012), no desmerece en absoluto en su impecable trayectoria, aunque recibiera algunos dardos a causa de su (explícito) mensaje en favor de esos voluntarios, tanto seglares como religiosos, que prácticamente queman su vida al servicio de los pobres y los marginados. Unos dardos, en mi opinión, bastante injustos para este implacable relato que está rodado en los escenarios reales, una de las villas de chabolas y asentamientos del extrarradio de Buenos Aires, en los que se levanta ese edificio inacabado que iba a ser un gran hospital público y que ahora es conocido como el elefante blanco del título.
Su última película, por el momento (las referencias ya apuntan un trabajo en preproducción), El clan (2015), le ha valido, entre otros galardones, el premio al mejor director en el Festival de Venecia y el Goya a la mejor película Iberoamericana. Un escalofriante relato que está inspirado en unos sucesos reales ocurridos en la Argentina de los años ochenta: una familia que mantiene su tren de vida mediante una fría y calculada cadena de secuestros y asesinatos, en la que participan todos los miembros de la misma bajo la dirección del inquietante padre que interpreta genialmente Guillermo Francella. En la trastienda, de nuevo, la sociedad argentina y los vínculos familiares como significativos escenario y eje moral del discurso respectivamente.
Como vemos, una carrera apasionante que justifica sobradamente el homenaje que le rinde nuestro Cinema Jove. Tan apasionante que no me atrevo a cerrar el artículo con la socorrida frase de que “estamos seguros de que lo mejor está todavía por llegar”. El talento para superarse sin duda lo tiene Pablo Trapero, pero la verdad es que él mismo se lo ha puesto muy difícil con tanto peliculón como nos ha regalado hasta ahora.
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