La juventud

01 Feb La juventud

 

A pesar de que los universos que contemplan son muy distintos —como muy diferentes son los tiempos de cada uno de estos dos cineastas— el cine del italiano Paolo Sorrentino mantiene evidentes vínculos con el de su compatriota Federico Fellini, por esa autonomía que concede a sus composiciones visuales (la escena en el prado con Harvey Keitel contemplando a las actrices que ha dirigido a lo largo de su vida hubiera tenido cabida, casi tal cual, en Fellini 8 ½) y por un modelo de narración que más pretende encadenar sensaciones que mantener el hilo tradicional de un relato.
Esta seña de identidad constituye uno de los principales atractivos de su cine pero también una de las piedras en las que ocasionalmente tropieza, pues, con un torrente de imágenes tan desbordante, unas veces se acierta en la diana del sentimiento y la emoción (la maravillosa canción final y su puntual montaje con imágenes fuera del teatro, impresionante el plano de la esposa del protagonista) y en otras el tiro anda algo más lejos del blanco (la levitación del monje tibetano tan esperada como gratuita, o el polvo campestre de la pareja silenciosa, tan inesperado como postizo). Es el riesgo que cineasta y espectadores asumen, y que, hasta el momento, siempre ha valido la pena correrlo.

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Algo similar sucede con las escenas con más peso en los diálogos, que siguen funcionando un poco como cuadros aislados, unas veces al exclusivo servicio de una frase o un pensamiento (la escena en el mirador con los prismáticos, concebida para que el personaje de Harvey Keitel haga su reflexión lejos / cerca versus pasado / futuro) y otras con un desarrollo de lo más trillado a pesar de la potencia de sus imágenes (el largo primer plano de Rachel Weisz reprochando a su padre un pasado mujeriego y que antepusiera su música a su esposa e hija, un conflicto y unos personajes muy vistos en la pantalla, que, encima, la película remata con una experiencia homosexual que casi remite a formatos televisivos), pero siempre construidas con elegancia y la mayoría de las veces dotadas de un espléndido aliento humano, especialmente todas las conversaciones entre los dos protagonistas, el compositor a cargo de un excelente Michael Caine y el cineasta interpretado por otro excelente Harvey Keitel, dos personajes asomados al borde de la nada que concede la muerte, que parecen ver cómo pasado, presente y futuro comienzan a comprimirse en un solo punto.

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En este mosaico de cuadros independientes, de pensamientos autónomos, con o sin texto, encuentra la película su mejor argumento, ya que cuando se aventura por líneas argumentales más definidas termina bordeando la vulgaridad (el desarrollo final del personaje del cineasta, con la visita de la veterana estrella y los sucesos subsiguientes, evoca de nuevo los reductores formatos televisivos, por mucha puesta en escena de la que haga gala). Un peligro que, no obstante, acecha en contadas ocasiones, ya que la película apuesta fuerte por el primer supuesto, el fragmentario casi en estado puro, como modelo de narración y en este apartado los momentos brillantes, por belleza y aliento poético, terminan ganando por goleada.

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