Mank: el oficio de guionista

08 Dic Mank: el oficio de guionista

 

Del mismo modo que, sin pandemia, sucedió con «Roma» —otra película en blanco y negro en tiempos del color—, una de las producciones más importantes de la temporada, «Mank», llega a través de unas pocas pantallas en salas y de todas las pantallas del mundo en los dispositivos de sus potenciales espectadores. Del cine como experiencia colectiva —aunque yo he asistido a más de una película con muy poca gente en la sala, incluso siendo el único espectador— al cine como experiencia solitaria. Son los tiempos de las plataformas y la productora de esta interesante película, Netflix, es una de las más importantes del momento.


Pero, a pesar de los cambios sociales y de comportamiento que implica todo esto, sigue siendo necesaria una historia para que exista una película. Y la primera mente que alumbra el nacimiento de esa historia es la del guionista. Y de eso, precisamente, va «Mank», de un guionista, de uno de los más grandes de Hollywood, Herman J. Mankievicz, hermano mayor del posteriormente prestigioso director Joseph L. Mankiewicz.


Y para ello elige una de sus obras más imperecederas, «Citizen Kane», la primera película de Orson Welles. Un film que, entre otras muchas cosas, revolucionó el lenguaje cinematográfico con su manejo del narrador, pues solo en contadas ocasiones recurre a la habitual tercera persona omnisciente de la mayoría de las películas —una de ellas, por supuesto, la magistral escena final— y su lugar lo ocupa, la mayoría de las veces, una cambiante primera persona de diversos personajes que nos van ofreciendo su visión de determinados momentos de la vida de su desaparecido protagonista —muere en la escena inicial—, el poderoso magnate Charles Foster Kane, para muchos un trasunto de William Randolph Hearst. Pero todos esos personajes, al contrario que sucede con la tercera persona omnisciente, pueden decir la verdad o pueden mentir, de modo que el protagonista queda como un puzle que el espectador debe tratar de reconstruir con la sombra de las incertidumbres que haya dejado el relato. Sencillamente revolucionario.


La película, que parte de un antiguo guion del propio padre del realizador, medita sobre la importancia del guionista en una película, una figura que nunca ha gozado del porcentaje (público) de autoría que se merece —aunque yo soy de los que piensan que en el cine, un arte colectivo como ninguno, si tenemos que quedarnos con un solo autor, este sería el director—, pero también dirige una compleja mirada sobre una época de la historia del cine, los grandes estudios que controlaron la industria desde el nacimiento del sonoro hasta la llegada de la televisión, y desvela en tan temprana fecha un vínculo entre el negocio del audiovisual y la política que, como bien sabemos, nunca ha dejado de fluir.


David Fincher es un cineasta de prestigio entre muchos aficionados, aunque a mí nunca me ha provocado gran entusiasmo —«Zodiac» me parece simplemente correcta y «El club de la lucha» nunca me ha interesado—, pero esta vez me ha convencido plenamente. No solo por su indudable oficio, sino por las elecciones narrativas que ha tomado para acercarse a esta historia y a este personaje. Y no me refiero solo al blanco y negro de la fotografía, una decisión siempre arriesgada, ni siquiera a esos emotivos rótulos que encabezan algunas escenas emulando los propios encabezados de un guion literario, sino a una narración que, en su tono sobriamente clásico, se ajusta como un guante a las necesidades de una historia que sucede, precisamente, en las entrañas del cine clásico. Una película muy recomendable que cuenta con un Gary Oldman sencillamente soberbio.

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