
08 May Una semana en Tenerife (II)
La segunda de nuestras excursiones tuvo como destino la otra parte de la costa norte de Tenerife, la que tiene el Puerto de la Cruz como reclamo principal, y nos marcamos dos objetivos «imprescindibles». Uno era el pueblo de Garachico, con una playa de lava perfectamente conservada y con algunas piscinas naturales; y el otro, Icod de los Vinos, no por el atractivo adjetivo que se gasta el enclave, sino porque conserva un drago milenario, un árbol de apariencia prehistórica que constituye una de las especies que sobrevivieron a la última glaciación y que casi es un signo de identidad canario. Este drago pasa por ser el más antiguo de todos los ejemplares de la isla y es perfectamente visible desde algunos puntos elevados de la ciudad, aunque para estar cerca de su tronco hay que adquirir una entrada.
Y de ahí nos fuimos a nuestro segundo guachinche, El Rincón de Edu, situado en el municipio costero de San Juan de la Rambla, esta vez con una comida un punto más discreta y con un segundo encuentro con un camarero vinculado a nuestra ciudad de Valencia, ya que en su juventud había pertenecido a una banda de música local que había sido contratada durante varios años para amenizar las Fallas de Valencia. Cuando supo de nuestra procedencia nos interpretó con su «trompeta bucal» el himno de nuestra comunidad. El buen ambiente de nuevo garantizado.
Menos convincente resultó Puerto de la Cruz, una ciudad especialmente conocida por sus playas de arena volcánica (negra), que cuenta con unas piscinas naturales, las Piscinas Martianez, en cuyo diseño participó el pintor y escultor César Manrique, uno de los artistas canarios de referencia. La pareja que nos acompañaba en el viaje había estado allí en un pasado relativamente lejano y apenas reconocieron la ciudad y su costa, con una proliferación de construcciones, apartamentos, restaurantes y tiendas en general realmente agobiante. Esa noche, un tanto saciados con nuestras visitas a los guachinches (las raciones son muy generosas), decidimos cenar unas tablas de queso y jamón en El Rincón de Herradores, aunque no renunciamos a nuestro vino canario.
El destino de nuestro siguiente día, el domingo, fue La Orotava, un pueblo literalmente situado en la ladera de una montaña, que ofrece tan impresionantes vistas como empinadas cuestas en todas sus calles —me recordó otro en el que hemos estado en más de una ocasión en compañía de otra pareja de buenos amigos, el granadino Trévelez—. En La Orotava visitamos dos jardines, el primero con otro impresionante drago y el segundo, La Victoria, de inspiración versallesca, más amplio y estructurado en sucesivas terrazas. Y, finalmente, el motivo principal de nuestra visita a esa ciudad, la Casa de los Balcones, una impresionante fachada y un interior a similar nivel, a juzgar por lo que me contaron mis compañeros de viaje, pues nunca he sido muy amigo de fisgonear en casas ajenas, aunque haga tiempo que sus moradores hayan muerto.
El guachinche de este día, El Cubano, situado en los alrededores de La Orotava, comenzó con una pequeña «aventura», pues consignamos en el Google Maps su dirección y, tras hacernos subir y bajar por toda la montaña del casco urbano, nos condujo a una calle que se convertía en descampado puro y duro a los pocos metros y en la que no había absolutamente nada. Esta vez introducimos el nombre del establecimiento y nos sumergió de nuevo en un torbellino de curvas estrechas y empinadas, hacia arriba o hacia abajo, hasta desembocar en un local oculto entre la naturaleza. Aquí no puede llegar nadie en su sano juicio, pensamos, pero nos equivocamos por completo. La explanada del aparcamiento estaba llena de vehículos y tuvimos que aparcar al final de la carretera que nos había conducido hasta allí (que ya no continuaba a ninguna parte). La respuesta a este extraño fenómeno la tuvimos en su interior, buena y abundante comida, una mesa con una envidiable vista, varias familias de gallinas con sus polluelos esperando que les cayera algo al fondo del terraplén y un precio que superaba cualquier expectativa: salimos a menos de 16 euros por persona. Y los huevos estrellados que me sirvieron, allí los llaman estampados o estampida, superaban con creces los que, unos días más tarde, comería en un local de postín de mi pueblo, L’Eliana, cuyo precio casi cuadriplicaba el de aquellos. Cosas del mundo global… o no. En cualquier caso, esa noche tuvimos que repetir frugalidad en El Rincón de Herradores.
El lunes le tocó el turno al Teide —imposible viajar a Tenerife sin visitarlo—, un parque natural absolutamente volcánico, que iniciamos ascendiendo con un cielo nublado para, más tarde, atravesar las nubes y encontrarnos con un día soleado y un mar de nubes a nuestros pies. Impresionante experiencia. Para subir hasta la cima (3.715 metros) hay que utilizar un teleférico que no siempre está operativo —depende de las condiciones climatológicas— y en el que conviene sacar la entrada con cierta antelación. Nosotros no subimos y nos quedamos en la etapa anterior, la que se llega con el coche, en la que pudimos disfrutar de una estupenda visión de este volcán dormido y de las formaciones rocosas de su paisaje lunar. Esta vez el guachinche «de turno» fue La Huerta de Ana y Eva, situado en La Matanza de Acentejo, un pueblo un pueblo de unos 10.000 habitantes, a mitad camino entre Puerto de la Cruz y La Laguna, cuyo nombre alude a una terrible derrota guanche, a manos castellanas, en el siglo XV. Un establecimiento en el que, de nuevo, estuvimos de maravilla. Esa tarde, antes de retirarnos, visitamos la Facultad de Bellas Artes de La Laguna, un complejo de vanguardista diseño arquitectónico.
Al día siguiente, aprovechamos nuestra estancia en Tenerife para visitar la cercana isla de La Gomera, de apenas unos 20.000 habitantes, a la que se accede con un ferry en un trayecto de unos cincuenta minutos. Se trata de la segunda isla más pequeña del archipiélago, prácticamente un peñasco volcánico surgido del mar al que el tiempo ha ido esculpiendo una red de barrancos. La parte baja es bastante seca, pero conforme se asciende, y eso es inevitable a poco que te muevas, el paisaje se transforma en húmedo y muy frondoso. El ferry llega a su capital, San Sebastián, y de allí parten dos carreteras, una en dirección norte y la otra sur. Desde muchos puntos de la isla se puede disfrutar de una visión especialmente mágica del Teide en la isla vecina.
Nosotros contratamos una excursión con Civitatis —una vez conocida la isla es posible recorrerla en coche, aunque las carreteras son muy estrechas y escarpadas, y cruzarse con otro vehículo suele ser problemático, especialmente si se trata de un autobús—, cuyo punto culminante es el parque natural de Garajonay, que toma su nombre de ese alto de 1.487 metros, un lugar extraordinario que ocupa el 10% de la isla y que no solamente es Patrimonio de la Humanidad sino también Reserva de la Biosfera. Un paisaje de rasgos prehistóricos y extremadamente verde, que debe su exuberancia al fenómeno conocido como lluvia horizontal, en el que las gotas de agua se forman al encontrar las nubes un obstáculo vegetal. Recorriéndolo se tiene la sensación de encontrarse dentro de una niebla perpetua repleta de vegetación. La excursión contratada incluía una comida, no demasiado brillante pero suficiente, que concluyó con una demostración de silbo canario a cargo de una de las trabajadoras. En esta versión, el silbo no mostró ningún lenguaje propio, solo se trataba de reproducir silbando la tonadilla de las frases, todas ellas muy reconocibles, incluso las que pertenecían a otros idiomas, como el alemán o el inglés. La discreción de la comida nos permitió visitar esa noche otro de los establecimientos destacados de La Laguna, el Mesón Viana, comida autóctona, muy buena cocina y estupendo trato. Si a eso unimos la buena compañía, ¿se pude pedir más?
El penúltimo día lo destinamos a visitar las turísticas playas del sur, metiendo de nuevo unos cuantos kilómetros en el cuerpo, con una primera parada en Puerto de Santiago, otro enclave de un urbanismo muy poco acogedor y cuyas playas dejan bastante que desear en lo que se refiere a extensión y arena, hasta el punto de que una de ellas adopta el nombre de Playa de la Arena, como si se quisiera dejar constancia de esta singularidad: tener arena (negra en este caso). Muy destacable, en cambio, resultaron los acantilados de Los Gigantes, unas formaciones tremendamente espectaculares.
Y siguiendo la costa llegamos a otros dos puntos de gran reclamo turístico, de hecho sus supuestos «núcleos urbanos» están constituidos en su mayor parte por apartamentos y locales comerciales, restauración incluida. Dos playas que dependen del municipio de Arona: la Playa de las Américas y Los Cristianos, ambas mejor urbanizadas que en otros casos, ambas con un largo paseo junto al mar y la primera de ellas con una piscina natural. Lugares ideales para el turismo de sol y playa y el turismo familiar. No era nuestro caso y por eso nos habíamos instalado en la Laguna, ciudad por la que callejeamos la última mañana, antes de tomar el vuelo de vuelta, y en la que realizamos la última comida en un local que ya conocíamos de una noche anterior y en el que repetimos con sabor a despedida: La Gula.
Y esto ha sido todo, espero estas líneas, con valoraciones explícitamente personales, le sean de alguna utilidad a quien se anime a visitar esta estupenda, contrastada y maravillosa isla.
Fotos: Inma Fernández
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