
05 May Una semana en Tenerife (I)
Hace ya un tiempo, bastante, estuvimos en Lanzarote y este año le ha tocado el turno a Tenerife, la isla más grande de nuestro afortunado archipiélago canario, que cuenta con unos habitantes especialmente amables y afectuosos. La isla tiene dos ambientes claramente diferenciados, un norte montañoso y con abundante vegetación y un sur mucho más soleado y turístico con numerosas playas. Entre ambos, en el centro de la isla, se encuentra el Parque Nacional del Teide, con esa majestuosa formación montañosa, 3.715 metros de altitud, que certifica y recuerda el origen volcánico de la isla.
Nos alojamos en el norte, en San Cristóbal de La Laguna —o La Laguna a secas—, una ciudad a escasa distancia de uno de los dos aeropuertos de la isla y un enclave de una sorprendente singularidad climática, pues siempre marca algunos grados por debajo de la capital Santa Cruz, que se encuentra a solo unos diez kilómetros de distancia, y, además, asegura la compañía de las nubes y alguna ocasional lluvia. El paraíso soñado para los que no somos demasiado amigos del sol y el calor. Desde esa «base de operaciones» y con un coche alquilado —recomendamos la agencia local Cicar, algo más cara que otras, pero incluyendo un seguro a todo riesgo— nos hemos recorrido esta isla que marca un poco más de 250 kilómetros de norte a sur.
La Laguna es una ciudad universitaria, relativamente pequeña, que resulta especialmente acogedora y que está situada un poco en el centro de la mayoría de las visitas que teníamos programadas, con la excepción de las playas del sur, en las que había que invertir unos cuantos kilómetros, pero nunca se puede tener todo. Además se trata de una ciudad con una buena oferta para la tarde noche al regreso de nuestras excursiones, ya que cuenta con un amplio centro peatonal —cinco calles a partir de Herradores, la vía más emblemática—, con numerosos locales de restauración y varios puntos de interés cultural, que siempre está lleno de gente, especialmente al atardecer. Nos alojamos en un par de apartamentos —hemos viajado con una pareja de amigos— situados a tan solo un par de calles de distancia de ese centro peatonal y ambos a un precio más que asequible. A pocos metros de cada uno de ellos había un amplio aparcamiento con entrada por dos calles —La Higuera y Manuel de Osuna— en el que pudimos dejar el coche mediante un abono semanal de 50 euros. Mejor imposible.
El primer día comenzamos con el Macizo de Anaga, una escarpada formación montañosa con miles de curvas en la carretera y unos frondosos bosques de laurisilva, un tipo de bosque subtropical que toma su nombre de unos árboles cuyas hojas recuerdan al laurel. Paradas «obligatorias» son el Llano de los Viejos, el verde y la humedad en estado puro, y el Pico del Inglés, con unas magníficas vistas. La ruta está salpicada de pintorescos pueblos que mantienen sus calles y edificios originales. El más grande y antiguo de todos ellos es Taganana, prácticamente colgando sobre el acantilado y con unos espectaculares farallones a pocos metros de la costa, en el que estuvimos callejeando un buen rato.
Ese mediodía iniciamos nuestra particular ruta de los guachinches, unos establecimientos de restauración característicos —creo que, incluso, exclusivos— de la zona norte de Tenerife que, originariamente, estaban asociados a bodegas familiares que servían el vino de producción propia acompañado de algunas tapas elaboradas en la cocina de la casa, de modo que su apertura dependía de lo que durara la cosecha de ese año. En la actualidad ya no existe ninguno de esas características, pero los guachinches siguen siendo unos comedores populares que resultan difíciles de equiparar a otros establecimientos. La aproximación más exacta que se me ocurre, y depende de una cosa tan frágil como la memoria, son algunos merenderos populares mediterráneos de nuestra infancia y primera adolescencia, allá por los sesenta del siglo pasado. Este primer guachinche se llamaba «Bibi y Mana» —está situado entre Taganana y los mencionados farallones—, comida autóctona de elaboración casera (las papas arrugadas venían acompañadas de sus salsas en unos tarros de Danone), extraordinario el pulpo frito, y con un vino servido a granel, botellas de medio litro, cada una de su padre y su madre, con tres variedades: tinto, blanco y blanco afrutado. Buena comida, ambiente irrepetible y unos precios de risa.
Por la tarde, ya en dirección a la capital de la isla, Santa Cruz de Tenerife, hicimos una parada en el pueblo costero de San Andrés, con una de las pocas playas de la zona, y también de las mejores de toda la isla, Las Teresitas, una bonita cala con palmeras y arena fina, que ofrece una piscina natural con una parte reservada a los bañistas y otra para pequeñas embarcaciones. Menos destacable resultó el final del trayecto, Santa Cruz, una ciudad que no nos dijo mucho.
De vuelta a La Laguna, comenzamos nuestro repaso a los establecimientos de restauración de la ciudad, todos situados en la zona peatonal que hemos mencionado al principio, siguiendo las (sabias) recomendaciones de un lugareño con el que habíamos establecido contacto a través de la sobrina (nieta) de una de las chicas del grupo. Esa noche le toco el turno a El Rincón Canario, de nuevo buena comida y buenos precios, en el que nos encontramos con el primero de los camareros vinculados a Valencia, en este caso un seguidor del Valencia C.F. que andaba bastante preocupado por la irregular carrera de nuestro vecino (elianero) Hugo Guillamón. (Continuará)
Fotos: Inma Fernández
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