
23 Feb La promesa dels divendres: The shadow line de Rafa Lahuerta.
«S’escriu una novel•la sense saber que és només el principi, que allò més important encara s’amaga davall de la ficció. És evident que la literatura és un inductor de més realitat: adoba el camp per a que tornem els fantasmas del passat. Estos, cal saber-ho, solen pillar-nos desprevinguts». La tercera novela de Rafa Lahuerta, «La promesa dels divendres», él mismo lo reconoce en las entrevistas, rompe definitivamente ese muro, un poco ilusorio en mi opinión, que separa la realidad de la ficción, ya que narra, sin ningún velo que lo disimule, su propia experiencia en la Valencia a caballo entre los ochenta y los noventa del siglo pasado, cuando el autor se acercaba a la frontera de los veinte años y todavía andaba recorriendo esa línea de sombra que separa la juventud de la edad adulta y que todos hemos recorrido alguna vez, con una intensidad que varía en función del tiempo que nos haya tocado vivir y de las circunstancias íntimas de cada cual.
Es así, la realidad, porque el autor lo ha decidido y lo ha puesto en práctica con una escritura impecable, pero yo sigo viendo en el protagonista de esta novela un personaje de ficción y si un día me vuelvo a encontrar con Rafa —solo hemos coincidido una vez, la ocasión en la que, muy amablemente, me acompañó en la presentación de mi novela «La víctima incierta», un encuentro que se convirtió en una mirada sobre la Valencia que ambos conocimos en nuestra juventud y que ahora habíamos llevado a nuestras novelas, la de la frontera 60/70 en mi caso y la de los 80/90 en el suyo— no creo que tenga la sensación de conocerle más por las confesiones que ha volcado en esta nueva novela. En su última parte, en una conversación, en tiempo actual, con esa Olga que esconde un personaje real con otro nombre, la mujer le dice que en su novela anterior, «Noruega», había reconocido muchas «realidades» en esa ficción. Por supuesto. Y es que muchas veces —no me atrevo a decir siempre— la ficción se nutre de experiencias propias, en ocasiones tomadas de otras ficciones (cine o literatura) y en ocasiones de la propia vida, pero en ambos casos dentro del imaginario profundo e intransferible de cada escritor. La verdad íntima de cada autor siempre está en sus páginas, unas veces velada y otras, como sucede en esta novela, de un modo dolorosamente explícito. Esos fantasmas del pasado que no se sabe muy bien qué hacer con ellos, si expulsarlos o añorarlos, y que permanecen inmutables a pesar de haberlos sacado de su madriguera. Como si te dijeran: chaval, nunca te librarás de nosotros por mucho que nos pasees en las páginas de tus libros.
La estructura elegida por Rafa Lahuerta para contar su historia (o su vida) es la misma que utilizó en su anterior novela, «Noruega» —no he leído la primera, «La balada del bar Torino»—, unos capítulos muy cortos, la gran mayoría apenas una hoja del libro editado, que funcionan, casi todos, como relatos cortos que se pueden extraer de la obra y leer de modo independiente. Con el «tiempo» siempre al servicio de la narración, con idas y venidas según las necesidades del autor, y con una sensación (equivocada en mi opinión) de encontrarnos ante una obra no narrativa, una «no historia», como si se tratara de un montón de ladrillos con los que el que el lector tiene que construir el edificio. Yo no creo que exista ese margen, la historia ya está construida con esos ladrillos / relatos cortos y solo hay un edificio. Otra cosa es, y eso ocurre con las buenas novelas, que cada lector saque conclusiones, emociones y reflexiones distintas, porque esa inmersión en las aguas turbulentas del tránsito juvenil nos llevará a cada uno a nuestro propio océano. Y todo ello a partir de la particular «madalena» del autor, la chica del primer párrafo y el encuentro a la puerta del bar Mestalla. Y todo ello con ese personal estilo volcánico del autor que parece expulsar todo lo que tiene dentro, aunque lo está haciendo con la mesura y la medida del narrador que sabe muy bien lo que quiere. Y todo ello, también, con un coprotagonista de pleno derecho que es la ciudad de Valencia (esto es muy difícil, yo traté de hacerlo en mi mencionada novela y no supe llegar a esta altura), la real que se describe y la mítica (esa Valencia fluvial) que pertenece al imaginario propio del autor, pero también a un determinado imaginario colectivo. Magistral.
Punto y aparte es la cuestión futbolera, el Valencia C.F. concretamente, una pasión que comparto y que nunca ha quedado demasiado bien en alguien que se pretende escritor. Sin embargo esa contradicción entre lo irracional y lo racional no solo constituye una «emoción» en sí misma, sino que muchas veces nos permite avanzar unos pasos sobre lo política y socialmente correcto, siempre puro veneno para la escritura. Con ella nos regala unas líneas mágicas: «…quan jo tenia 6 o 7 anys, li vaig preguntar a mon pare per què el forn es deia així: Matador. Mon pare, fàries a la boca, somriure etern de pura broma, en va dir el que jo volia sentir: Per Kempes, Rafa, per Kempes. No era veritat, per descomptat, pèro eixa anècdota explica millor que cap altra qui va ser mon pare. El forn va arribar al carrer Gorgos en 1974 i Kempes a València en 1976». Los cinéfilos me entenderán, y Rafa lo es, esto es puro «El hombre que mató a Liberty Valance», la obra maestra de John Ford.
Llegar a la última línea de esta estupenda novela y encontrarte, tras la fecha de finalización, julio del 2024, dos referencias: el centenario de Vicent Andrés Estellés y, justo a continuación, los 70 años de Mario Alberto Kempes, «el Matador», no tiene precio. Lo racional y lo irracional, los dos terminales de alto voltaje entre los que se crean las obras de ficción.
No hay comentarios