The Brutalist: nacida para ganar

31 Ene The Brutalist: nacida para ganar

 

Vaya por delante que, a pesar de las objeciones que vendrán, me ha parecido una buena película, con una puesta en escena plena de potencia y voltaje emocional, con una muy poderosa banda sonora y una extraordinaria fotografía, los dos últimos apartados situados en los territorios de la excelencia. Del mismo modo consigue, con un presupuesto modesto, muy modesto incluso, para los usos de la industria norteamericana —esta «penuria» se puede rastrear en la ausencia de esos gran planos generales (el formato elegido también parece caminar en esa dirección) en los que el dinero se evapora con facilidad—, recrear perfectamente la época de la acción, la segunda mitad del siglo XX en los USA. Incluso aprovecha esa relativa falta de medios para reforzar con sus encuadres esa acción interior que constituye el motor de la historia.


Seguimos con los notables, o los sobresalientes, en el planteamiento de la historia y en el desarrollo de los personajes. La primera muy bien atada, a pesar de los tres episodios que la componen (la estancia con el primo, el arquitectónico encuentro con el magnate norteamericano y la llegada de la mujer), y muy sólida en su contemplación del sueño americano como un crisol de miseria, fortuna y degradación moral. Y los segundos dibujados sin concesiones, tanto en su definición inicial como en su evolución y relaciones —matrícula de honor para el primo y su esposa, fantásticos personajes—, con una mirada siempre presta para escarbar en sus almas y sacar a la luz nuevas sombras.


No voy a entrar en el tema de su duración —algo más de tres horas y media, bien hilvanadas en un descanso de quince minutos que se resuelve con una imagen congelada y un reloj de cuenta atrás—, porque creo que las películas duran lo que su autor ha estimado necesario para contar su historia. Y la «historia» no es la anécdota, así que no me vale «para contar eso no hacía falta tanto metraje», no se trata de la anécdota sino de cómo se cuenta esa anécdota. Tampoco me vale aquello de «le sobra media o una hora», porque en ese caso sería otra película completamente distinta. Sí que me vale, en cambio, que un espectador no se sienta aludido por el tempo del cineasta y eso le haga desconectar de la película, a mí me ha pasado muchas veces, pero no es este el caso: la película me ha mantenido dentro de la historia —la anécdota, la acción externa y la acción interna—, unas veces más conectado o interesado que otras, pero siempre dentro de ella.


Una buena película, no una obra maestra, es cierto, pero con un amplio margen de complacencia en lo que estaba viendo y sintiendo. La cosa se me quiebra en su parte final, con una escena, la de la violación, que no me funciona y que abre paso al desenlace —sería el segundo punto de giro si estuviéramos en una narración tradicional, que no es exactamente el caso—, con una siguiente escena consecuencia de la anterior, la del comedor de la mansión del magnate, que me parece ridícula en su planteamiento / desarrollo y poco comprensible en su desenlace. Un epílogo que me resulta completamente innecesario certifica esta cuesta abajo que, en mi opinión, la película emprende en su parte final.


Y no voy a despedirme sin una sospecha… El cine, el gran cine norteamericano, nos ofrece periódicamente, a pequeños intervalos de tiempo, una película de alcance que recuerda el Holocausto judío bajo el nazismo, como si, a través de ese altavoz universal que son las pantallas, se pretendiera mantener viva la memoria de ese intolerable horror que avergonzará a la humanidad para toda la eternidad. Esta película no solo se suma a esa lista sino que añade una piedra al edificio, al hacer alusión a la (necesaria) creación del estado de Israel —a los judíos nos desprecian en todo el mundo y solo podemos estar con los nuestros, vienen a decir— en esa tierra que parece ser suya por donativo divino y de la que no se mencionan a sus habitantes (palestinos) en aquellos momentos… Un punto mosqueante, la verdad.

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