30 Ago La trama conduce a Copenhague (2)
El Pasteur Tarn es el edificio más alto de Copenhague, al menos hasta este momento porque a su lado todavía había otra torre en construcción. Tiene 120 metros de altura, 36 pisos y está edificado en los terrenos que, en el pasado, ocupara la cervecera Carlsberg (algunas de sus naves y chimeneas todavía se conservan), dentro de un proyecto con 3.100 viviendas que pretende revitalizar esta antigua zona industrial de la ciudad. Tiene una fachada rojiza, en armonía con la textura de los ladrillos de las construcciones del área de Carlsberg, y las cuatro esquinas están acristaladas desde el suelo al techo. Alberga 172 apartamentos para uso privado, desde la planta quinta hasta la última, y en una de ellos se creó el algoritmo que desata todas las pasiones que atraviesan mi novela «La interpretación de Copenhague».
Además, a sus pies ocurren los sucesos que cierran la historia. Así que, por una razón u otra, era obligado visitarlo. Para ello, el sábado 17, tuvimos que atravesar el barrio de Vesterbro, la antigua zona de los mataderos que se ha convertido en un lugar de bares, galerías y locales musicales bastante apreciado por los habitantes de Copenhague, aunque con mucho menos tirón turístico. Buen ejemplo de ello es un local que se encuentra a pocos metros de nuestra torre, en los propios bajos de un edificio de la Carlsberg, «Hija de Sánchez», un renovado e innovador restaurante mexicano. Y también a poca distancia del Pasteur Tarn, aunque es algo más de unos pocos metros, se encuentra el parque Frederiksberg, donde se encuentra la tumba del gran cineasta Carl Theodor Dreyer. Nosotros no llegamos hasta ella, pero mi hermano sí que lo haría unos días más tarde.
De vuelta al apartamento nos detuvimos en la Central de Policía de Copenhague, un monumental edificio que nuestra inspectora protagonista tendrá que visitar en la última parte de la novela. Solo darle una vuelta y, de nuevo, en busca del Torvehallerne para nuestra comida del mediodía. La tarde del sábado 17 la dedicamos a la isla de Slotsholmen, una curiosa zona que está separada de la ciudad por tres pequeños canales laterales y que comparte con ella el canal central que, en cierto modo, sirve de límite a Copenhague. En esa isla, en realidad lo es aunque no lo parezca, se encuentran algunos de los edificios más emblemáticos de la ciudad, unos con todo el peso de los siglos en sus piedras, como el palacio Christiansborg Slot, impresionante; y otros de rabiosa modernidad, como el Edificio Blox, que acoge el Danks Arkitektur Center, y la moderna biblioteca de Copenhague conocida como el Diamante Negro.
El domingo 18 por la mañana, la última ocasión en la que estábamos solos (mi hermano y mi cuñada llegaban esa tarde), nos dirigimos —sorteando los cortes ocasionados por una carrera popular de bicicletas que, más tarde, descubrimos formaba parte de un circuito de supermanes y superwomans completado con una prueba de natación y otra de carrera a pie— a Christianshavn, o puerto de Christian, un barrio situado al otro lado del canal principal y recorrido, a su vez, por otros canales que, por esta circunstancia, evoca la ciudad de Amsterdam. Un espacio que sigue respirando esa mezcla entre popular y alternativo que tiene toda la ciudad y que cuenta con tres atracciones principales, dos iglesias y un peculiar enclave. El primero de los templos, por orden de aparición, es el Christians Kirke, una iglesia que se dice famosa por un interior en clave rococó, algo que no pudimos comprobar porque estaba cerrada a los visitantes al estar celebrando oficios religiosos en esos momentos. La segunda, la Vor Flelsers Kirke, es más conocida por la escalera en espiral que sube hasta su torre, la última parte al aire libre. Tampoco se pudo entrar a causa de los oficios religiosos, pero sí que se podía subir a lo alto de su torre previo pago de una entrada. Algo que tampoco hicimos y no por cuestiones monetarias, sino porque no nos veíamos subiendo tantos escalones y menos si los últimos andaban descubiertos.
El enclave citado es lo que ellos llaman la ciudad libre de Christiania, una zona de algo más de tres kilómetros cuadrados, en clave longitudinal, y unos mil residentes, cuyo origen se remonta a principios de los setenta cuando una comuna de hippies se asentó en un terreno militar abandonado. Hoy es un singular barrio / ciudad parcialmente autogobernado por sus habitantes, cuya principal enseña es que allí son legales las drogas blandas, de hecho su calle principal, mitad tierra y mitad adoquines, se llama Pusher Street y los macizos de marihuana sustituyen frecuentemente a los setos de las viviendas. Un lugar de amplio reclamo turístico con tiendas y pequeños restaurantes que vale la pena conocer, a pesar de ese aire postizo que los turistas siempre acabamos confiriendo a las cosas auténticas.
Esa tarde del domingo 18, ya con el grupo completo, iniciamos una exploración / orientación básica de la ciudad de Copenhague y para ello nada mejor que situarnos en la plaza del Ayuntamiento, se encuentra enfrente de la estación, con el parque Tivoli de por medio, y desde allí coger la calle Stroget, una vía peatonal que constituye el principal centro comercial de la ciudad y que, con diversos subtítulos y apellidos, llega hasta la monumental e imprescindible Plaza Nytorv, con un bonito parterre central, el Teatro Real y un par de palacios, uno de ellos ocupado por la embajada de Francia. Atravesando el conocido como Barrio Latino, por el que íbamos a callejear al día siguiente, llegamos a nuestro objetivo para la cena, el Kayak Bar, situado a pie del canal, en uno de los extremos de la isla Slotsholmen, el que corresponde al Diamante Negro. Mesas de madera corridas junto al agua, con la comida y la bebida que había que encargar y recoger en las barras. No es que fuera un prodigio gastronómico, pero la comida estaba bien de precio y era muy simpática, entre lo encargado unas «moules and frites», y además el lugar y el ambiente eran encantadores. Tan encantadores que el Kayak Bar se convirtió en una de las localizaciones que tenía pendientes de la novela. En esas mesas nuestra inspectora descubrirá las claves finales del misterio y se dará cuenta de que su compañero podría ser asesinado esa misma noche. Ni que decir tiene que, a pesar de compartir mesa con los personajes de la novela, nuestra conversación fue mucho menos dramática y mucho más distendida. Un rato estupendo.
Y al día siguiente, el lunes 19, lo prometido, el Barrio Latino, el auténtico corazón de la ciudad, llamado así porque —una razón que probablemente compartan otros barrios latinos— en un pasado acogía los campus universitarios en los que la lengua de enseñanza era el latín. Es una zona llena de lugares y monumentos, con numerosas fachadas pintadas de colores, con mención especial para la Grabrodretorv, plaza de los Frailes Grises, con edificios que se remontan hasta el siglo XVIII.
Otras dos paradas obligadas de la zona son la Catedral de Copenhague y la popular Torre Redonda en la que también se puede subir hasta su mirador, toda la ciudad a tus pies, previa adquisición de la correspondiente entrada que, por cierto, no está incluida en la Copenhagen Card. En esta ocasión la subida no era a través de escaleras parcialmente descubiertas, sino mediante una rampa interior, así que nos animamos y llegamos hasta la terraza. En un punto de la rampa, a la derecha en el sentido de la ascensión, hay una pequeña entrada, hay que entrar encorvado, que, en un par de pasos, conduce a un cristal transparente situado sobre un estrecho abismo circular que parece no tener fondo. Yo no llegué a pisarlo, retrocedí a toda prisa y cedí el turno a un japonés que tampoco debió llegar a situarse encima del cristal a juzgar por la velocidad a la que salió.
Esa mañana todavía nos dio tiempo, los cuatro somos muy madrugadores, de ir a un par de parques que estaban muy cerca de allí, en cada caso con un objetivo diferente. En el primero, el impresionante palacio de Rosenborg Slot, residencia veraniega real a principios del siglo XVI convertido, en el primer tercio del siglo XIX, en museo y depósito de las joyas de la Corona danesa. Se puede visitar por dentro y apreciar todo el lujo de época, pero nosotros no somos demasiado aficionados a estos recorridos y esta vez no entramos. En el segundo parque el objetivo era un museo que nos había recomendado una buena y experta amiga, el Hirschsprung, que albergaba algunas obras del grupo de Skagen, una colonia de pintores de finales del XIX con una brillante utilización de la luz. Aquí hubiéramos entrado, claro está, pero no pudimos hacerlo porque el museo estaba cerrado por un cambio de exposición. Nos fastidió un montón, pero… c’est la vie.
En la tarde del lunes 19 nuestro destino fue el barrio de Norrebro, para lo que tuvimos que atravesar unos lagos interiores con forma de canal que limitan con la parte «latina» de la ciudad. Se trata de una zona, sin los atractivos turísticos de las anteriores, pero con edificios del siglo XIX integrados en una vida popular particularmente activa, con multitud de tiendas y bares con cierto toque alternativo. Muchos de ellos situados en la calle que constituía uno de nuestros objetivos, la Jaegersborggade, con varias tiendas de la artesanía más diversa, desde cerámica hasta joyas, ya que allí pretendo situar uno de los locales que aparecerán en mi novela. En esta ocasión me lo voy a tener que inventar porque sus propietarios andan al margen de la ley y no es cuestión de cargar con ese sambenito a un local ya existente. Por el camino pasamos por la Plaza Roja, un centro neurálgico de convivencia popular, y nos detuvimos en el Assistents Kirkegard, un sorprendente parque que, al mismo tiempo, es un cementerio cuyo origen se remonta a mediados del siglo XVIII y en el que están enterrados varios personajes importantes de la historia danesa, como el escritor Hans Christian Andersen, el filósofo Soren Kirkegard y el físico Niels Bohr. Cementerio pero también un parque muy utilizado por los vecinos de la zona. (Continuará).
Fotos: Inma Fernández y Susana Ballesteros.
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