La trama conduce a Copenhague (1)

28 Ago La trama conduce a Copenhague (1)

 

—Ese hombre que estaba entrelazado con vuestro cadáver de Jaca ha sido asesinado en Copenhague— precisó el periodista, como si hubiera estado siguiendo el hilo de los pensamientos del policía—. No te será difícil confirmarlo, tienes la hora de su muerte, la misma que la de vuestro vecino, y también la causa, otro disparo en la cabeza. El hombre que vino a visitarme incluso me aseguró que las balas habían salido de la misma pistola. Aunque, claro, eso es imposible, porque hay miles de kilómetros entre ambas ciudades.
Eso no era ninguna novedad, se dijo Carlos, porque todo lo que le habían contado aquella tarde era imposible. A no ser que, realmente, un cadáver te esté esperando en Copenhague, creyó escuchar entonces el policía. Pero el periodista acababa de salir del despacho y allí no había nadie que pudiera haberle dicho eso. («La interpretación de Copenhague», borrador capítulo 5).


Ya lo han visto, la trama de la novela que estoy escribiendo nos conduce a la capital danesa, así que había que ir para allá. No era cuestión de dejar solos a los personajes en esa bonita ciudad nórdica y que se pusieran a hacer lo que les viniera en gana y me dejaran la trama hecha unos zorros. Además, allí iban a resolver sus conflictos, a jugarse la vida incluso, y yo tenía que estar en los lugares en los que eso iba a suceder para poder contar la verdad.


Copenhague es, ante todo, una ciudad tranquila y muy acogedora. Completamente llana, con la gran mayoría de los edificios con apenas cuatro alturas y con numerosos y (muy) extensos parques a disposición de los ciudadanos. Además es una ciudad en la que andando se puede llegar a cualquier sitio. Un día nos acercamos a un rascacielos de moderna construcción, por eso de visitar los espacios en los que sucede la novela, que se encontraba casi fuera del mapa que usábamos y llegar allí (estábamos alojados en un apartamento situado dentro de un concepto amplio de centro de la ciudad) solo nos costó 45 minutos, algo parecido a lo que nos sucedería el día que nos fuimos hasta la icónica Sirenita. O sea que andando a todas partes.


Es también una ciudad de bicicletas, no parece que sean muy partidarios de eso de andar o es que vienen del extrarradio, con auténticos pelotones de ciclistas pedaleando en las horas punta. Disponen para ello de unos amplios y omnipresentes carriles bici que son mayoritariamente respetados, es muy raro ver una bicicleta entre los peatones. Esto requiere un aprendizaje para los que no estamos acostumbrados a estos paisajes ciclistas, si la acera se estrecha por una obra y nos cruzamos con gente en ese momento, mucha atención con eso de poner un pie bajo del bordillo porque se puede ser arrollado por alguna bicicleta (yo estuve a punto de serlo), que todo sea dicho circulan a una cierta velocidad. Y también cuidado con eso de mirar solo en la dirección que puede venir un coche para cruzar una calle que carezca de semáforo o paso de peatones, porque la bicicleta te puede venir por la otra dirección. Pero, vamos, se trata de ir con atención y si se estuviera allí un tiempo, que no es el caso, seguro que uno se acostumbraba.


Los peatones tampoco tenemos mucha suerte con eso de los semáforos (al contrario de lo que nos sucedió en Dublín, aquí todo el mundo los respeta y está muy mal visto cruzar en rojo), ya que duran muy poco (y digo muy poco en lugar de poco porque a veces casi son testimoniales) y, además, la gran mayoría no avisan del cambio. No me refiero a que no haya un indicador en el que corre el tiempo (muy pocos lo incorporan), sino que tampoco parpadean anunciando el cambio, estás cruzando la calle en verde y de repente se convierte en rojo. Siguiendo con las analogías cuánticas de nuestra novela, casi es la expresión macroscópica del principio de incertidumbre de Heisenberg, es imposible conocer la velocidad y la posición al mismo tiempo. Puedes conocer la velocidad a la que te mueves, pero nunca podrás precisar la posición que tendrás en el momento en que el semáforo se ponga en rojo.


Dinamarca no está dentro del euro y su moneda son las coronas danesas, aunque tal como nos sucedió en otras ciudades (Oslo, por ejemplo) no usamos para nada el efectivo, todo se puede pagar a través de la tarjeta de crédito. A la hora de convertir la moneda para saber lo que estamos pagando (no es una ciudad barata, pero tampoco nos pareció tan cara como se nos decía), os dejo dos métodos, uno es dividir por siete y el otro es la equivalencia 30 coronas son 4 euros. Tienen una tarjeta, la Copenhaguen Card, con la que se puede subir a todos los transportes públicos y entrar a la mayoría de museos y monumentos de pago, pero nosotros no la cogimos porque no nos salía a cuenta (eran unos 160 euros la de cinco días) y, además, preferíamos andar e ir viendo cosas por el camino, aunque no fueran de «interés turístico». Por ejemplo, los escaparates (de todo tipo de tiendas), que siempre indican un poco el pulso de una ciudad, nos parecieron antiguos, como si retrocediéramos en el tiempo. En el nuestro, claro está.


Esta vez hemos hecho el viaje en compañía de mi hermano pequeño, Jose, y de su compañera, Susana, aunque por cuestiones de horarios de vuelo (ellos viven en Logroño y nosotros en Valencia) no pudimos coincidir todos los días. Ellos llegaron dos días más tarde y nosotros regresamos dos días antes. Nosotros llegamos un viernes a mediodía y desde el propio aeropuerto sale un tren, con una frecuencia en torno al cuarto de hora, que por 4 euros (precio senior, por supuesto) te deja en la Estación Central, que es como decir en pleno centro de la ciudad (para los valencianos, el ejemplo equivalente sería nuestra Estación del Norte), justo frente al Tivoli y al propio Ayuntamiento. Desde allí, en poco más de diez minutos llegamos al apartamento que habíamos reservado.


Esa tarde nos fuimos a un estupendo mercado que, además, teníamos a unos cinco minutos del apartamento, justo enfrente de la estación de Norreport, el Torvehallerne, con dos pabellones cubiertos y una zona central descubierta con fruta y verdura. Muchos de sus puestos venden comida preparada —hay también algunos bares con buenos grifos de cerveza—, que puedes consumir allí mismo, hay mesas con bancos corridos en todo el contorno del mercado, o bien llevártela al apartamento. Entre esas comidas preparadas, las principales especialidades (saladas) danesas: las frikadeller, unas albóndigas de carne guisadas y servidas con puré de patata y alguna verdura; el fiskefilet, un fino filete de pescado en diversas presentaciones (nosotros probamos un empanado); y los smorrebrod, una especie de tostas, pan blanco o negro según el contenido, con diversos ingredientes fríos y varios tipos de salsas. En todos los casos unas comidas muy recomendables, tal como nos ha pasado en todos los sitios que hemos ido, pues aquello que come todo el mundo en un lugar tiene que estar bueno o estarían todos tontos. Además, las cosas siempre están mejor en su sitio original y os pondré un ejemplo: no me gustan mucho los alimentos simplemente marinados, pero allí probé un arenque (de un tamaño y un grosor respetables), por aquello de degustarlo en su lugar, y al día siguiente volví a pedirlo. Nada que ver con otros que he probado por aquí. (Continuará).

Fotos: Inma Fernández y Susana Ballesteros

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1Comment
  • Marga Otamendi
    Publicado a las 16:15h, 29 agosto Responder

    Para cuándo el segundo capítulo?

    Es uno de los lugares europeos prioritarios a visitar, más aún después de la narrativa con la que nos has deleitado.

    Gracias, Pedro

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