03 Sep Una semana en Dublín… y alrededores (II)
El primer día completo en Dublín, el jueves 17 de agosto, lo empleamos en asentarnos definitivamente en la ciudad y visitar algunos de sus espacios más emblemáticos. Comenzamos cruzando a la parte norte de la ciudad para pasear por una de sus avenidas más importantes, la O’Connell Street, casi 50 metros de ancho y medio kilómetro de longitud. Rinde homenaje a un líder nacionalista de principios del XIX, Daniel O’Connell, cuya estatua se encuentra en su entrada desde el río y casi siempre tiene una gaviota descansando en su cabeza, algo que les ocurre a muchos de los ilustres dublineses que tienen en esta ciudad estatuas sobre un pedestal.
Donde no se pueden encaramar las gaviotas es en un monumento que se encuentra un poco más atrás, The spire, una estructura de unos 120 metros de altura que acaba en punta y que, según nos dijeron, es el punto de cita más habitual entre los jóvenes dublineses. En una de las calles laterales podemos encontrar una escultura tamaño natural del más grande de los escritores dublineses, James Joyce. Regresamos a la parte sur por el Ha’penny bridge, una estructura metálica construida a principios del XIX y de uso exclusivamente peatonal, que debe su nombre a que, en su tiempo, tenía un peaje de medio penique para cruzarla.
Por la tarde visitamos los dos grandes parques que tiene la ciudad de Dublín en el casco urbano, ambos realmente situados en pleno centro. En primer lugar, el menor de ellos, el Merrion Park, y después el más grande, el St. Stephen’s Green, en esta ocasión de nuevo con un interés añadido ya que allí tendrá lugar otro capítulo de mi novela en curso, «La interpretación de Copenhague». Llevaba varias alternativas y al final nos decidimos por un banco junto al busto de Constance Markievicz, otra heroína de la causa irlandesa que fue detenida tras el fracaso del Alzamiento de 1916 y condenada a muerte, aunque su pena no llegó a cumplirse, a diferencia de sus compañeros varones, ya que los británicos no querían ejecutar a las mujeres. Se trata de un parque muy agradable, con la entrada principal, el Arco de los Fusileros, enfrentando a la Grafton Street, la principal calle peatonal y comercial de la ciudad, con las mejores marcas abriendo sus puertas en ella. Allí concluimos la tarde antes de acudir a la Fleet Street en busca de nuestra Guinnes y nuestra cena.
Al día siguiente, viernes 18, teníamos contratada una excursión —con Civitatis, una compañía bastante seria, pero existen muchas opciones para ello— a la Irlanda interior, al condado de Wicklow, uno de los 32 que tiene Irlanda y, según las referencias, el más verde de todos ellos. La primera parada fue en el valle de Glendalough, con un monasterio celta del siglo VI y un sobrecogedor camposanto con cruces de piedra. Desde allí un breve paseo por un paisaje mágico que un cielo encapotado acompañó perfectamente.
La segunda parada fueron los jardines de Powerscourt, una impresionante colección de jardines de las más diversas procedencias dentro de una impresionante mansión de aliento neoclásico construida a principios del siglo XVIII. Y de allí al pequeño pueblo de Glencullen para comer en el que pasa por ser el pub más antiguo de Irlanda, el Johnnies Fox’s Pub. La comida no fue gran cosa, pero el entorno valía la pena y también el mini grupo que ya habíamos formado durante el viaje, gente que probablemente no volvamos a ver nunca, pero con la que pasamos un entrañable rato.
Al día siguiente, el sábado 19, continuamos completando los puntos emblemáticos de la ciudad y el primero no podía ser otro que el Trinity College, que data de finales del XVI y en el conviven los imponente edificios de antaño con otros de reciente cuño para acoger las cinco facultades allí establecidas. Un patio central maravilloso y la posibilidad de contratar una visita guiada a cargo de los propios estudiantes del Trinity College que, de este modo, se ganan un poco la vida. Nosotros preferimos disfrutarlo en silencio, caminando durante un tiempo entre sus piedras milenarias. El resto de la mañana la ocupamos visitando el conocido como castillo de Dublín, una fortaleza de la época de los vikingos que ha tenido varios usos y circunstancias a lo largo del tiempo —entre ellos un incendio en la parte final del siglo XVII, que prácticamente lo destruyó por completo— y que, en la actualidad, se nos aparece como un palacio, al menos exteriormente, aunque en el interior guarda algunas estancias y detalles del castillo original.
Punto y aparte son las iglesias y catedrales de la ciudad, nos recorrimos unas cuantas y la verdad es que conviene verlas porque son espectaculares. Por mencionar alguna, me voy a quedar con la Saint Andrew’s Church, porque, actualmente, junto a ella se encuentra, la estatua de Molly Malone arrastrando su carrito con mariscos frescos —inicialmente estuvo en la Grafton Street, pero unas obras obligaron a desplazarla—. Un personaje que, en realidad, nunca existió, solo es la protagonista de una popular canción irlandesa, lo cual no deja de tener su punto porque, incluso, le datan una supuesta fecha de nacimiento. Esta estatua —que algún imbécil había decorado con unos grafitis cuando la visitamos— lleva asociada una leyenda urbana que asegura varios años de buena suerte si le tocas las tetas. Y muchos deben buscar esa fortuna, porque la buena de Molly tenía las tetas más bruñidas que el resto del cuerpo, aunque, como supondrá el lector, nosotros no sucumbimos a tamaña ordinariez.
Cerramos el día con una visita a los Docklands, una zona en la desembocadura del río (con puente de Calatrava incluido), cerca del puerto, en la que se levantan, fundamentalmente en la zona norte, una serie de construcciones vanguardistas que, en ocasiones, conviven con edificios centenarios de ladrillo cara vista rojo. Y después ya no les decimos dónde acabamos el día por no repetirnos.
(Continuará)
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