30 Ago Una semana en Dublín… y alrededores (I)
Dublín es una ciudad encantadora y sus habitantes muy abiertos y serviciales, tanto que, finalmente, tuve que desistir de abrir en público el plano de la ciudad, porque era casi seguro que alguien se acercaba a ver si podía ayudarme. Y uno se defiende medianamente bien con un mapa, pero le cuesta un poco más el inglés. Y por continuar con esas consideraciones acerca de la ciudad y sus gentes, tres cosas que nos llamaron la atención. La primera, las puertas de colores que lucen las casas, con diversas leyendas urbanas para explicar esta afición, alguna de ellas bastante machista, todo hay que decirlo.
La segunda, la cantidad de autobuses, muchos de ellos de dos pisos, que recorren la ciudad y es que su subsuelo no les permite tener una red de Metro y, claro, todos los desplazamientos son en la superficie. Y la tercera es que casi nadie respeta los semáforos y casi todos cruzan cuando lo estiman oportuno. Tanto es así que los bordes de los pasos de peatones están rotulados advirtiendo al peatón en qué dirección debe mirar para comprobar si viene un vehículo, algo que sería completamente innecesario si la gente cruzara cuando el semáforo se pone en verde.
La ciudad, de tamaño más bien mediano, está recorrida de punta a punta por un rio, el Liffey, que la divide en dos partes: la norte, más obrera, y la sur, que es la más turística, con la mayoría de los edificios importantes y los pubs más conocidos. La unión de estas dos circunstancias, su tamaño y el río que la divide, la convierten en una ciudad de fácil orientación o, al menos, difícil de perderse irremediablemente, pues siempre se puede regresar al río y desde allí recomponer las referencias. Nosotros nos alojamos en un apartamento en la parte sur, muy próximo al centro, justo al lado de la estación de cercanías (DART) y a pocos pasos de la zona de los pubs más visitados. No son baratos los precios de la vivienda en esta ciudad, parece que hay un importante déficit de pisos en venta o alquiler, y el apartamento tampoco lo fue, pero cuando viajamos siempre queremos estar en el centro de las ciudades.
Y aprovechando esa proximidad, el primer día, una vez desembarcados a mitad tarde en el apartamento (los vuelos de Ryanair impecables de horario, aunque el importe original del pasaje se vaya incrementando a cada paso que das), nos dirigimos a esa línea callejera que comienza en Fleet Street y que se prolonga y concluye en Essex East, en la que se concentran los pubs más famosos, para buscar un local donde cenar. También existía un objetivo secundario y era elegir la localización de uno de los capítulos de la novela que estoy escribiendo, un pub en el que tendrá lugar un primer encuentro «íntimo» de la pareja protagonista —ambos policías y ella la jefa—, que les revelará intereses que ellos desconocían… pero me estoy desviando del tema. Solo decirles que la novela lleva por título «La interpretación de Copenhague», así que ya podrán adivinar cuál será el destino de nuestro próximo viaje.
El pub elegido para este capítulo sería, finalmente —para ello «necesitamos» varias incursiones a lo largo de nuestra estancia—, el Oliver St. John Gogarty’s, un precioso local con una fachada en verde que ocupa dos calles y su correspondiente esquina. Pero no fue ese el local en el que cenamos esa noche, lo haríamos más adelante. Ni tampoco el más conocido de la zona, el Temple Bar, que toma su nombre del barrio en el que está situado, otro edificio precioso, esta vez con la fachada de un rojo rabioso. Allí entramos varias veces, pero lo de encontrar una mesa era más complicado que la multiplicación de los panes y los peces. Y lo de hallar un espacio en la barra, directamente misión imposible, que es algo más «fácil» que la operación matemática anterior, pero hay que ser Tom Cruise para conseguirlo.
Finalmente conseguimos una mesa, gracias a los oficios de una camarera que hablaba español, —encontramos mucha gente con la que compartíamos idioma— en otro bonito local de nombre The Norseman, esta vez con la fachada tirando hacia el azul (al menos para mi ojo). En todos ellos hay música en directo —un músico o una pareja de ellos—, con un repertorio más o menos ruidoso, más o menos nacional (irish, por supuesto), pero siempre tremendamente agradable y formando parte de esa idiosincrasia que uno espera encontrar. Eso es lo que hemos venido a compartir. Las cenas tuvieron un componente invariable, la pinta de Guinness, una bebida —me resisto a llamarla cerveza, porque no se parece en nada a ninguna de las que conocemos— que tiene una tirada especial, en dos fases, y que hay que tomarla en su lugar original, pues allí sabe distinto (he hecho la prueba a la vuelta, tomando una Guinness y no era lo mismo). Y esto puede que no sea solo un hechizo del espacio en que uno se la toma, porque alguien nos comentó que el gran secreto de la Guinness es el agua —llega a la factoría, situada en el propio Dublín (hay una visita guiada de dos horas de duración que declinamos hacer), a través de unas conducciones desde un estanque que tiene la empresa en el interior de la isla— y toda la que se produce en esta sede central solo puede abastecer a Irlanda y Gran Bretaña. El resto, la que nos llega a España, procede de otras factorías que, lógicamente, utilizan otra agua. Eso sin contar la maestría en la tirada, claro está. El resultado, espectacular. Todavía echo de menos mi Guinness de media tarde…
Y para cenar en estos locales, un precio similar a los restaurantes de rango medio alto de Valencia, hay una discreta oferta de platos que hay que consumir en pequeñas mesas, codo con codo con la mesa vecina y con el oído puesto en la melodía que está sonando ese momento. No es un restaurante al uso y menos aún con cualquier tipo de estrella de por medio, pero es el tipo de cena que a nosotros nos gusta (la comida del mediodía la hacíamos en el apartamento). Y para comenzar, el tradicional «fish and chips», una rebanada de bacalao en una perfecta tempura y una generosa ración de patatas fritas; y más tradición, un guiso (stew) irlandés, verduras y carne de vacuno cocinadas con Guinness, que también estaba muy sabroso. Y nada, de vuelta al apartamento, que para el primer día ya estaba bien.
(Continuará)
Fotos: Inma Fernández.
Obiol
Publicado a las 20:41h, 03 septiembreQuiero ir a ese pub de la novela donde los protagonistas tienen ese primer encuentro. Y también a Copenhague.