23 Abr Muerte de un viajante: una reflexión sobre las adaptaciones teatrales.
Ayer, sábado 22 de abril, asistí en el Auditorio de mi pueblo, L’Eliana, a la representación del clásico de Arthur Miller «Muerte de un viajante», a cargo de una compañía encabezada por Imanol Arias, actor que, dicho sea de paso, nos ofreció todo un recital de oficio escénico. Se trata de una obra estrenada en 1949 que obtuvo el premio Pulitzer y que constituye, en primera instancia, un despiadado ataque al sueño americano y, en segunda, una meditación acerca de un modelo de vida guiado por el concepto del éxito y las ventas. Dos lecturas que son la misma cosa y que la obra nos recrea con una alta dosis de complejidad y emoción.
Luego nos fuimos a cenar un grupo de amigos que habíamos asistido a la representación y comentando la obra, algunos de ellos, gente muy cultivada y sensata, le reprocharon su excesiva duración, algo más de dos horas, y la tacharon de reiterativa en algunas escenas o conceptos. La solución propuesta era una adaptación que recondujera el texto al gusto y el estilo del momento. Se da la circunstancia que, hace un par de meses, tuve ocasión de ver una filmación para la televisión —realizada por Lindsay Anderson, uno de los nombres fundamentales del free cinema británico— de la representación de otro gran clásico de aquellos años, «Mirando hacia atrás con ira» (John Osborne, 1956), a la que, muy probablemente, mis buenos amigos le hubieran hecho similares reproches.
El motivo de esta entrada no es la valoración de esas dos obras, ambas excelentes en mi opinión, sino manifestar mi desconfianza en ese concepto de «adaptación» de una obra, que, en su faceta referida al texto, significa cortar y modificar el original. No me interesa para nada ese teatro. En ambos casos quiero ver la obra de Arthur Miller o de John Osborne, no la que ha escrito el adaptador. Por supuesto, con la puesta en escena creada por el director y con la percepción de los personajes que nos proponga el reparto, el teatro nace para ser representado —aunque otro buen amigo, Manolo Molins, discreparía introduciendo un decisivo matiz: el teatro no es un arte «para ser», sino que «puede ser» representado—, de modo que, entonces y ahora, el texto original siempre requiere de esa segunda mirada proporcionada por la compañía que lo representa.
Que no se me entienda mal, no pretendo descalificar las adaptaciones, simplemente explicar el motivo por el que no me interesan. Y al filo de esta reflexión, dejo suspendida una cuestión: ¿Sería aceptable, en cada nueva edición, adaptar a los gustos actuales clásicos de la literatura como «Moby Dick», «Madame Bovary» o «Guerra y paz»? ¿Por qué lo que se consideraría inaceptable en literatura se reclama para el teatro? En cualquier caso, sea literatura o teatro, yo quiero acceder al original.
María José Obiol
Publicado a las 12:38h, 23 abrilSí adaptar, significa acortar y por lo tanto modificar la obra, no me apunto. Ni en teatro ni en novela ni en ensayo…. Ni en ninguna otra creación artística. Más cortas las óperas, por ejemplo? Y qué significa adaptarnos al tiempo y los gustos de ahora? Yo estoy aquí y ahora, y quiero disfrutarlas tal y como fueron creadas.
Creo que para el gusto de ahora, mi comentario es demasiado extenso. En fin….
Sandra García
Publicado a las 11:44h, 24 abrilYo creo que vamos a lo fácil y rápido, es una obra dura y necesita su tiempo, acortarla sería hacerla más liviana, que a mí parecer no es el objetivo de la obra. Mi pareja y yo salimos muy afectados, a pesar de ser una obra sabida la representación fue magnífica,
SANTIAGO HERRERO
Publicado a las 11:55h, 24 abrilEsa adaptación y/o acortamiento sería como retocar la Mona Lisa porque su gesto no se alcanza comprender o los árboles del fondo no son cipreses, por ejemplo.