De Sam Spade a Harry McCoy: cambios en el héroe negro.

11 Ene De Sam Spade a Harry McCoy: cambios en el héroe negro.

 

La lectura de una interesante novela negra —la recomendación de un culto amigo, compañero de una entrañable página cinéfila—, «Enero sangriento», del escocés Alan Parks, me lleva a una pequeña reflexión sobre algunos cambios operados en el género —y la palabra cambio no siempre es necesariamente sinónimo de avance—, animado también por algunas evidentes relaciones de este título con un clásico de la serie negra como «The big sleep», pues la poderosa y miserable familia Dunlop de esta última remite a la familia Sternwood de aquella, aunque antaño las miserias se dejaban en la oscuridad y era el lector el que debía concretarlas en su cabeza —un recurso literario, similar al fuera de campo del cine, que muchas veces resulta muy eficaz—, mientras que ahora se nos describen con pelos y señales. Y en este caso, los pelos y las señales son textuales.
Antes que nada quiero dejar constancia de que me ha parecido una muy buena novela, bien escrita, bien trabajada en la trama, con una excelente y significativa utilización del paisaje urbano del Glasgow de los años setenta, unos diálogos de nota y un par de excelentes personajes, el capo Cooper y el policía Murray, en su ambivalente —negra— relación con el detective protagonista. Como ven, no hay margen para la duda, una buena novela. Mi reflexión anda por otra parte y pretende considerar si la creciente pirotecnia que se ha apoderado del género, en lugar de hacerlo más inquietante, lo vulgariza al acercarlo al «grand guignol» de barraca de feria. No es una afirmación, tan solo una propuesta de reflexión.


Y para centrar un poco qué es esto de la serie negra me voy a permitir citar una de las fuentes reconocidas: «La ambivalencia moral, la violencia criminal y la contradictoria complejidad de las situaciones y de los móviles concurren para dar al público un mismo sentimiento de angustia o de inseguridad, que es la marca propia de la película negra de nuestra época. Todas las obras de esta serie se hacen notar por la misma identidad de orden emocional; el estado de tensión que nace en el espectador con la desaparición de sus puntos de guía psicológicos. La vocación de la película negra es la de crear un malestar específico» (Raymond Borde y Etienne Chaumeton, 1958). Ese «malestar específico», en los términos que describen estos críticos franceses, es para mí la medida de la verdadera serie negra. Por eso una novela como «El explorador», de la irlandesa Tana French, la considero una serie negra modélica (me refiero exclusivamente a esta novela, ya que no conozco el resto de su obra), porque sin grandes estallidos ni violencias, sin grandes traumas o conductas pervertidas, nos sumerge en una comunidad rural como muchas que podemos conocer, gente incluso cordial, pero con unas normas propias que ningún forastero puede airear o saltarse, porque entonces reaccionará con ferocidad. El peligro se encuentra, pues, tras una pequeña comunidad que podemos encontrar en cualquier sitio a poco que cojamos el coche y recorramos algunos kilómetros.


Lo mismo me sucede con el protagonista, me resulta mucho más inquietante el Sam Spade de «The maltesse falcon» que el Harry McCoy de esta, o el Harry Hole de Jo Nesbo o toda esa formación de detectives nórdicos desquiciados. Me inquieta ese inolvidable último capítulo de la novela de Hammett, en el que el detective entrega a su enamorada a la policía, consciente de que la acusación de asesinato la puede conducir a la silla eléctrica. Y me inquieta por las implacables razones que le ofrece para explicar su comportamiento, unas razones que suscribiríamos una buena parte de los lectores, por no decir todos. Ahí está el «malestar específico» de la serie negra, el sentirse concernido, el alcanzar la íntima conciencia de que el abismo del mal, la subordinación de los sentimientos al cálculo de un futuro, está en todas partes, aunque nominalmente parezca que se esté haciendo justicia. Me inquieta mucho más que todas las salidas de tono de Harry McCoy, su alcoholismo, su drogadicción, sus relaciones con la prostituta más tirada, su inacción ante crímenes que están sucediendo ante sus narices, sus equilibrios y acuerdos con el hampa más desalmada… y seguro que algunas otras «oscuridades» que no me vienen a la cabeza mientras escribo estas líneas.


Unas líneas que, repito, no pretenden sentar ninguna conclusión, tan solo propiciar una pequeña reflexión. Y es que últimamente tengo algún amigo gran lector —y no me refiero al colega que me ha recomendado esta buena novela, porque con él ni siquiera he hablado de este tema— que acostumbra a puntuar la negritud de una novela en función de los desmanes y bajezas que cometa su protagonista. Del humano inicial que creó Dashiell Hammett a este «grand guignol» del mal que empieza a aparecer peligrosamente por el horizonte.

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