Una semana en Oslo (y 3)

08 Oct Una semana en Oslo (y 3)

 

Oslo es una ciudad situada en el interior del fiordo del mismo nombre, que mira mucho hacia el mar y que posee numerosas y amplias zonas verdes. Una naturaleza de árboles y agua que volveremos a encontrar nada más abandonar la ciudad por el norte. Dejando al margen su centro, articulado en torno a la calle Karl Johans, en el que confluye toda la ciudad, y en una apresurada composición general, al este y al sur —en el entorno de la estación ferroviaria, como ocurre en otras muchas ciudades— encontramos barrios multirraciales con un importante peso de diversas minorías étnicas, como pueden ser Gronland o Toyen.


Si seguimos en el este, pero subimos un poco más al norte, llegaremos a antiguos enclaves obreros reconvertidos en barrios con fuerte presencia joven y de sabor alternativo, como Grünerlokka o Vulkan, ambos recorridos por un pequeño riachuelo conocido como Akerselva. Finalmente, si elegimos el oeste y, de nuevo, el norte iremos a parar a barrios más acomodados y tradicionales con mayor presencia de nacionales noruegos entre sus vecinos, como Frogner o Majorstuen. Una buena forma de conocer esto barrios —así lo hicimos nosotros— es utilizar las líneas de tranvía como circuito turístico, de modo que, provistos de la Oslo Pass, ir bajando y subiendo en sus diversas paradas.


Entre los numerosos parques que tiene la ciudad de Oslo —dejando a un lado el Jardín Botánico, un lugar muy agradable y con gran variedad de ejemplares— hay dos que destacan especialmente, uno al oeste y el norte, el Vigeland Parken; y otro al este y el sur, el Ekeberg Parken. Comenzaremos por este último y lo haremos con una encarecida recomendación, aunque uno vea en el plano una calle que nos conduce hasta allí, mejor no decidirse por un agradable paseo, primero porque se trata de una larga cuesta bastante empinada y con una acera de reducidas dimensiones. Y segundo, y no menos importante, porque por esa mini acera circulan los ciclistas, que prefieren evitarse las molestias que les causarían los vehículos en la calzada y causar ellos las molestias a los peatones. La mejor solución, las líneas 13 o 19, que se pueden coger justo enfrente de la estación ferroviaria.


El Ekebergparken ocupa una gran extensión un tanto montañosa y es conocido por las numerosas esculturas que jalonan su recorrido —más de treinta, entre ellas de autores tan reconocidos como Salvador Dalí, Botero, Auguste Renoir o Rodin— y también por adjudicar a uno de sus atardeceres rojos la fuente de inspiración de Edward Munch para su famoso cuadro «El grito». Entre esas esculturas hay una del español Jaume Plensa, una monumental cabeza de mujer tallada en acero inoxidable, que se encuentra situada en una pequeña plazoleta con vistas a la ciudad de Oslo, a pocos metros del selecto restaurante del parque. Allí acudirá, casi diariamente, uno de los protagonistas de nuestra novela —a cuatro manos con mi compañero Daniel Ramón—, un biólogo noruego que busca en ese rostro de mujer sin alma un tiempo pasado que ya nunca volverá.


El segundo gran parque de Oslo es el Vigeland Parken, un enclave mucho más urbano al que se puede llegar dando un largo paseo por la ciudad o bien tomando la línea 12 del tranvía desde el mismo nudo que se encuentra frente a la estación ferroviaria. El parque acoge en exclusiva esculturas de granito, bronce e hierro de Gustav Vigeland, considerado como el más importante escultor noruego, unas obras de inspiración realista aunque con amplias ventanas a la fantasía. La entrada principal cuenta con una serie de cancelas de hierro forjado montadas sobre columnas de granito y, una vez traspasada, nos recibe una escultura del propio Gustav Vigeland.


En línea recta, al poco, llegamos a un puente jalonado de esculturas del autor que nos conduce hasta una monumental fuente rodeada de una serie de esculturas que relatan el camino del hombre desde la cuna a la sepultura. Más adelante nos encontraremos con «El monolito», una inmensa columna situada en lo alto de una escalinata —ocupada por varias parejas en diversas situaciones—, en suya superficie una serie de figuras humanas tratan de llegar a lo más alto abrazándose e impulsándose unas sobre las otras. Y, finalmente, al fondo del parque, la escultura titulada «La rueda de la vida», de nuevo unas figuras humanas, esta vez entrelazadas en un círculo que sugiere ese devenir continuo que conocemos como vida.


Otros dos puntos de interés de la ciudad son un complejo de edificios extraordinariamente vanguardistas —vale la pena verlos porque te dejan con la boca abierta— que forman parte de una remodelación —conocida como proyecto Barcode— del barrio de Bjorvika, un enclave en torno a una pequeña bahía del fiordo de Oslo en la que desemboca el mencionado río Akerselva.


Y el otro es el muelle de la margen derecha de la principal zona portuaria de la ciudad —la que enfrenta al Ayuntamiento y desde la que salen los ferrys—, un pequeño barrio conocido como Tjuvholmen que incluye en su extremo el Museo Astrup Fearnley, que pasa por ser el más importante de arte contemporáneo de la ciudad. Esta vocación artística se prolonga en el pequeño museo al aire libre instalado en el parque Tjuvholmen, con varias esculturas entre las que voy a destacar una debida a la artista Louise Bourgeois que está situada en lo alto de un pequeño montículo cubierto de hierba y que lleva el equívoco —y me figuro que intencionado— título de «Eyes», porque evoca a un par de tetas sin margen para la duda.


Y cerramos esta crónica en tres entregas con el prohibitivo tema de la restauración, muy cara en Oslo, especialmente si acompañas la comida con alguna copa. Hay una solución más económica y es visitar la Oslo Street Food, un edificio situado en la zona centro con varios puestos de comida rápida en su interior y varias mesas corridas en la fachada exterior, en las que se sientan los clientes una vez retirado su menú. Lo buscamos pensando que nos íbamos a encontrar una versión noruega de la calle Laurel de Logroño (irrepetible), pero nada más lejos de la realidad, se trata de un complejo de escaso atractivo culinario, pero que puede ayudar para una comida rápida y no demasiado perjudicial para el bolsillo.


El restaurante que elegimos para el último día se llama Brutus y nos pareció de lo más recomendable —el bolsillo no comparte esta opinión, pero por una vez decidimos silenciarlo—. Un local que se anuncia como bar de vinos —es su motivación profunda— y que tiene ese aspecto informal y alternativo que nos gusta a nosotros. El menú incluía siete platos de los que tenías que elegir cinco e iba maridado con otras tantas copas de vino cuidadosamente seleccionadas entre bodegas artesanales de toda Europa. Una cena estupenda, aunque he de avisarles que las cinco copas de vino costaban más que los cinco platos del menú. Claro que en ese restaurante es donde, en la primavera del 2023, se encontrarán cara a cara los dos protagonistas de nuestra novela, los dos biólogos que fueron amigos en la juventud y a los que la vida ha conducido por caminos muy distintos. No iba a llevarles a cualquier sitio porque hubieran escapado de las páginas del libro y hubieran venido a recriminarme que fuera tan tacaño.

Fotos: Inma Fernández

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2 Comments
  • Gela Rodriguez
    Publicado a las 17:00h, 11 octubre Responder

    Me han encantado tus toques de humor respecto a la restauración. Las fotos preciosas enhorabuena Inma

  • Fernando Sacristán
    Publicado a las 06:44h, 12 octubre Responder

    Buena crónica de viaje. Hacéis, con
    vuestro comentario y fotos, apetecible Oslo, una ciudad en la que no se piensa mucho a la hora de visitar capitales europeas.
    No tardéis mucho en escribir la novela, que ya hay ganas de leerla.

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