Una semana en Oslo (2)

04 Oct Una semana en Oslo (2)

 

Antes de seguir contando cosas de nuestra estancia en Oslo, tres anotaciones: la primera es que no es necesario cambiar moneda local (Noruega no está en el euro), la corona noruega (más o menos, 10 coronas es un euro, así que dividiendo por diez nos llevamos el susto de lo que cuestan las cosas), porque todo se puede pagar con tarjeta, lo grande y lo pequeño. Nosotros no tuvimos necesidad de efectivo en ningún momento.


La segunda está referida al alcohol, tiene muchos impuestos, es muy caro y tiene sus dificultades conseguirlo, pues el vino y los licores solo se venden en locales autorizados que se dedican exclusivamente a eso en un horario reglado. Las cervezas se pueden conseguir en los supermercados, pero la cosa también tiene su truco porque la mayoría son sin alcohol y cuando lo tienen es en porcentajes testimoniales, 2’5º, y caso de tener suerte y encontrar una más razonable, 4’5º, tampoco se crean que era una belga, hay que espabilar, porque después de las seis de la tarde solo venden las primeras. De hecho tuve que devolver una de las segundas a la estantería después de mucho meditar por qué demonios aquel hombre se obstinaba en rechazarme la cerveza que tanto me había costado encontrar.


La tercera es la existencia de una tarjeta, la Oslo Pass, que te permite el acceso gratuito al transporte público, incluidos los ferrys que te llevan a las islas y penínsulas que se encuentran en el fiordo, y a una gran mayoría de museos, prácticamente todos y, de hecho, los más importantes, con lo que concentrando estas actividades en unos días vale la pena adquirirla (en nuestro caso, ya unos respetables seniors, 35 euros para un día, 52 para dos días y 65 para tres días). Y a los museos vamos a dedicar, precisamente esta segunda entrega.


Museos hay muchos en Oslo —y no contamos los parques con esculturas porque de eso hablaremos en la tercera y última entrega—, unos cuantos situados en la península de Bygdoy, también conocida como la isla de los museos, a la que se podría acceder andando (es una península no una isla), aunque no es recomendable, porque hay que recorrer bastante distancia y, sobre todo, porque un buen trecho discurre al lado de una vía rápida. Así que lo mejor es tomar un ferry que te lleva en pocos minutos. Un paraje más agreste y muy bonito, pero en el que corre el viento que no veas, con una serie de museos menores, entre ellos uno dedicado a la mítica expedición del Kon-Tiki.


Entre esos numerosos museos que tiene la ciudad de Oslo hay dos que son fundamentales y no conviene perdérselos. El primero es el National Museum, que se encuentra en el entorno de la principal zona portuaria de la ciudad —la que enfrenta con el Ayuntamiento y desde la que salen los ferrys—, un edificio de sabor neoclásico con dos plantas y con una oferta amplia y muy variada, tanto en el tiempo como en la temática (incluso hay unas salas dedicadas a vestidos), que es casi imposible abarcar en su totalidad. En la primera planta hay una muestra de objetos desde la antigüedad hasta nuestros días, concluyendo con una sala dedicada a la historia del diseño. La segunda está dedicada a los cuadros, la mayoría de autores nórdicos, obras realistas con los paisajes y las gentes del país, pero también hay obras de otros autores como Monet, Gauguin o Manet; uno de los diversos «originales» de «El pensador» de Rodin; y especialmente una sala Munch que guarda una impresionante «Madonna» y su legendario «El grito». Y encontrarse frente a frente con una leyenda siempre corta el aliento, porque sabes que es un momento que recordarás toda tu vida.


El otro es el museo dedicado, precisamente, a Edward Munch, con Ibsen las cimas del arte y la cultura noruegas. Este, en su nueva y reciente ubicación, se encuentra en el muelle siguiente, justo junto a la Opera, otra de las citas imprescindibles de la ciudad de Oslo. Se trata de un edificio tan hermoso como arriesgado y vanguardista, que contiene una extensa muestra de la obra de este autor, sencillamente impresionante, no te querrías ir nunca de allí. El museo tiene varias plantas, las dos primeras dedicadas a obras de tamaño pequeño y mediano, la tercera a su obra monumental, con algunas enormes, y la cuarta con grabados y diversos objetos propiedad del artista.


Y a su lado, como hemos apuntado, el edificio de la Opera, todo un ejemplo de arquitectura integrada en el paisaje en la que la línea horizontal prima sobre la vertical, con dos singularidades: la primera y más llamativa, el hecho de que su techo inclinado se pueda —y se deba— recorrer a pie, como si fuera una calle más, aunque con una pendiente, y que desde su parte más alta se puedan observar unas hermosas panorámicas de la ciudad. La segunda es el diseño de su entrada, deliberadamente pequeña para generar en el visitante la sensación de inmensidad cuando accede a un vestíbulo con paredes de cristal de 15 metros de altura.


Y como nosotros vamos de sumergirnos en la ciudad que visitamos, asistimos al espectáculo que estaba programado para esa semana, la opera «Giselle», a cargo del Norwegian National Ballet, según parece (yo de esto no entiendo nada), una de las obras de referencia del ballet clásico, con un segundo acto, en el que predomina el color blanco, situado en el reino de la Muerte que consiguió fascinar a un neófito como yo. Dos pequeñas anécdotas: la primera que nadie nos pidió nuestra entrada, entramos y ocupamos el asiento que habíamos reservado, algo difícilmente imaginable por estas latitudes. Y la segunda que, en la fila anterior a la nuestra, se sentaban una par de mujeres noruegas en animada conversación, de la que obviamente no entendíamos ni papa, pero manejaban unos móviles cuyas pantallas eran idénticas a las nuestras, lenguaje universal, y se mostraban entre ellas las fotos de sus nietos que tenían guardadas en su dispositivo. Más lenguaje universal.


Frente a ambos edificios hay una mínima playa con una singular escultura situada unos pocos metros mar adentro, una estructura de vidrio y acero inoxidable que evoca un pequeño iceberg y gira sobre su eje en función de la marea y el viento, ofreciendo, por lo tanto, un aspecto cambiante. Su nombre es «She lies», ella miente…


El escenario ideal para uno de los últimos capítulos de la novela que estamos escribiendo, en el que la policía francesa visita al biólogo noruego para advertirle que sus viejos amigos le han engañado y traicionado, pero se encuentra con que este continua defendiéndolos. ¿Por qué lo hace? ¿Qué está ocultando? Entonces, la policía mira aquella escultura y piensa no solo es «ella» la que miente, allí mienten todos. Una cita entre ambos personajes en un banco de esa mínima playa, con la Opera y el Museo Munch a sus espaldas y la estructura flotando en el agua ante ellos. Ese mismo banco en el que estoy sentado y en el que unos meses después se encontrarán nuestros personajes.


(Continuará)

Fotos: Inma Fernández

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2 Comments
  • Carmen Pedro
    Publicado a las 15:51h, 06 octubre Responder

    Quedó con ganas de visitar Oslo y de leer la próxima novela. Muchas gracias por compartir vuestro viaje

  • Gela Rodriguez
    Publicado a las 16:41h, 11 octubre Responder

    Leyendo el artículo es como si hubiera visitado Oslo.

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