El estandarte

17 Ago El estandarte

 

Alexander Lernet-Holenia (1897 / 1976) es uno de los principales escritores austríacos de su generación y su novela «El estandarte» (1934) pasa por ser una de sus mejores obras, algo que, sin duda, debe ser cierto porque se trata de una novela extraordinaria. Su autor posee una larga trayectoria en la que toca todos los palos de la escritura, desde la poesía a la novela, pasando por el teatro e incluso el cine, pues aparece en los créditos de varias películas (completamente desconocidas para mí), en ocasiones como autor de la obra en la que se inspira el film o bajo ese genérico de argumento o idea, pero a veces también como guionista puro y duro, como sucede con «Spionage» (Franz Antel, 1955), una película que, como la novela que comentamos, sitúa su acción en los últimos tiempos del Imperio Austro Húngaro, un momento que el autor debió conocer muy bien, pues participó como voluntario en la sangrienta I Guerra Mundial que certificó la desaparición del citado imperio.


La historia es, inicialmente, un melodrama bélico en el que se cruza una historia de amor con los horrores de la guerra, pero ya saben que nunca se trata de la historia sino de cómo se cuenta y aquí es donde la novela alcanza la excelencia en ambas direcciones. En la historia de amor porque dota de extraordinaria complejidad a sus dos protagonistas, a sus sentimientos y a sus reacciones, con una acusada, intencionada y significativa diferencia entre los movimientos de la mujer y los del hombre.
Y sobre todo, la novela alcanza la cima en esa segunda dirección que marca el conflicto bélico, los últimos momentos de la I Guerra Mundial y la subsiguiente disolución del Imperio Austro Húngaro, dos situaciones contempladas con lujo de detalles y matices que, además, se trascienden en una dolorosa mirada sobre la inutilidad de cualquier guerra y —de nuevo, sobre todo— en una profunda y conmovedora recreación del final de un mundo, la aristocracia militar anterior a la I Guerra Mundial y toda su escala de valores sociales, políticos y morales representados en ese estandarte de un antiguo regimiento que el protagonista protege más allá de la razón, creyendo que, de esta manera, logrará mantener vivo ese mundo que se desmorona a su paso y justificar, así, todas esas vidas que, a lo largo de los tiempos, cayeron defendiendo ese viejo pedazo de tela.
Una vana ilusión que la novela va desintegrando lentamente hasta que ese oficial pierde todos sus puntos de apoyo en un mundo que no existe y se ve obligado a pedir ayuda a la mujer, mucho más fuerte y terrenal en sus deseos y convicciones. Como dice la novela en uno de sus pasajes, él «hubiera querido volver, pero no tenía dónde». Lo mismo que ya no tienen ningún lugar los supervivientes de ese monumental hundimiento, pues, y seguimos citando la propia novela: «El antiguo ejército había muerto, sus muertos eran ahora los que vivían y los que seguían con vida eran los muertos».
Una obra maestra que está narrada con un pequeño ardid narrativo inicial —al que no regresa en su desenlace— que cobra todo su sentido cuando concluimos la lectura y nos damos cuenta de que nuestro protagonista sigue vagando en busca de los fantasmas del pasado.

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