Islandia: Nueve días y diez noches de hielo y fuego (I)

29 Sep Islandia: Nueve días y diez noches de hielo y fuego (I)

 

Hacía tiempo que queríamos conocer Islandia y, finalmente, este año hemos conseguido hacer realidad ese proyecto, en este mes de septiembre. Valoramos múltiples ofertas y modalidades de viaje y acabamos decidiéndonos por la, teóricamente, menos apropiada. Porque era un tipo de viaje que nunca habíamos hecho y porque los años nos introducían un principio de incertidumbre (confirmado, más tarde, porque, en el grupo, con el que menos nos llevábamos eran unos 25 años de edad). Pero como acostumbramos a decidir con el corazón y no con la cabeza resulta que acertamos de pleno y ha resultado un viaje extraordinario en todos los sentidos.


Islandia es una isla, de unos 350.000 habitantes, que se encuentra en continuo crecimiento por tres razones: continúa emergiendo del mar, está atravesada por la dinámica falla que separa los continentes americano y euroasiático, y sigue ganando kilómetros al mar por las coladas de lava procedentes de las erupciones de sus volcanes. Unas llanuras de lava incorporadas que son las responsables de algunas de sus célebres cascadas ya que, inicialmente, eran la desembocadura de un río y este nuevo terreno ganado al mar las ha convertido en saltos de agua. Su idioma, el islandés (aunque casi todo el mundo también habla el inglés y, en buena parte, el danés) es la lengua más próxima que existe al antiguo vikingo, ya que procede de esas antiguas lenguas escandinavas y apenas ha evolucionado en el tiempo. Sin embargo el ADN de sus habitantes no es, ni mucho menos, el más emparentado con el de estos legendarios guerreros, responsables, por cierto, de la escasez de árboles que muestra la isla, pues acabaron con todos ellos en su colonización (que esto del maltrato al medio ambiente no lo hemos inventado hoy), utilizándolos para sus casas, sus barcos y su calefacción, aunque, desde hace años, se lleva a cabo una decidida política de reforestación y ya existen zonas verdes en la isla.
En la actualidad, Islandia se ha convertido en un destino turístico de moda, de tal forma que de los 400.000 turistas que tuvo en 2010 —año que supuso un punto de inflexión en este apartado por la repercusión mediática que tuvo el volcán de nombre impronunciable cuyas cenizas paralizaron el tráfico aéreo europeo durante varios días— se ha pasado a los 2.200.000 del año pasado.


La agencia que organiza este viaje se llama Tierras Polares y propone un recorrido en grupos de un máximo de ocho personas, acompañados de un guía, y con los nueve recorriendo la isla —literalmente, de sur a este, a norte y a oeste— montados en una furgoneta, que lo mismo circulaba sobre una carretera que sobre una pista de tierra. La comida, un picnic que nuestro guía llevaba en unas cajas de cartón que iba reponiendo y, al caer la tarde, alojamiento en albergues, con literas desnudas (generalmente en habitaciones de cuatro, seis incluso, y en algunas ocasiones en habitaciones de dos) y aseos comunes. Así que había que llevar saco de dormir porque, aunque la calefacción era muy eficaz, tampoco era cuestión de dormir sin nada encima.
Una vez instalados, o lo que sea, el guía se encargaba de hacer la cena ayudado por dos pinches elegidos entre nosotros y después de cenar a fregar y secar los cubiertos porque había que dejarlo todo tal como lo encontramos. Lo mismo pasaba con el desayuno, se pone la mesa entre todos, después se recoge, se friega y ya estamos para salir de nuevo. Parece desalentador, ¿no? Pues se equivocan porque mola un montón, tanto que ya lo echo de menos. Claro que era un grupo de lujo: Ana, Elena, Almudena, Vanesa, Borja, Gabriele y el guía Rober. Con ellos al fin del mundo… que, en realidad, era dónde estábamos.


El jueves 13 llegamos a Keflavik, una ciudad a unos 50 kilómetros de Reykjavic (una denominación que significa «ciudad humeante»), que alberga el aeropuerto internacional (hay otro local en Akureyri), aunque finalmente nos alojamos en la propia capital islandesa. Poca cosa que hacer ese día, ya eran pasadas las siete cuando llegamos al albergue (allí son dos horas menos que en la península), unas vueltas por la calle más popular, Laugavegur, y una merecida cena en un local de cocina islandesa, Matwerk Kitchen (en el 96 de esa calle), con excelentes pescados de la zona pero con unas raciones un poco escasas, de ésas de diseño, para entendernos. Y, como he dicho que nos lo merecíamos, nos tomamos un par de copas de vino blanco y la cuenta se nos disparó un poco porque el alcohol en esos países nórdicos siempre es muy caro.


DÍA 1 (viernes 14)
El viaje de verdad comenzó al día siguiente, furgoneta cargada y a por la isla. La primera parada, tras una visita a un hermoso lago cuyo nombre no tengo anotado, fue en el área geotermal de Krysuvik, en la península de Reykjanes, una zona de lodos ardientes y fumarolas que nos reveló una de las identidades de la isla, las bolsas de magma hirviendo que tiene en su subsuelo y que los islandeses aprovechan para transformar en una energía de lo más limpia y barata que abastece a toda la isla (nada que ver con nuestra Hidroeléctrica, vamos).


La segunda parada también tuvo que ver con esta energía de los confines de la Tierra, ya que consistió en un baño en un arroyo (el nivel no te llegaba a las rodillas), situado en las proximidades del pueblo de Hveragerdi (2.300 habitantes), cuya agua corría ininterrumpidamente caliente. Claro que fuera del río hacía un frío respetable y, para ponerse el bañador, había que despelotarse en comunidad con la madre naturaleza y el resto de visitantes, que, a pesar de ser septiembre, había unos cuantos.


La tercera parada de este primer día ya pertenecía al circuito conocido como Círculo de Oro, integrante obligado de cualquier paquete turístico, el Parque Nacional de Thingvellir, situado sobre la falla que separa el continente americano del euroasiático y en el que se encuentra la sede del primer Parlamento islandés, que está considerado también como el primer Parlamento europeo, el lugar de reunión de los diversos clanes de la isla para tratar de resolver sus diferencias sin tener que recurrir al hacha, acordando una serie de leyes vagamente inspiradas en las noruegas de la época. Un Parlamento más o menos como los de hoy, aunque nuestros modernos diputados acostumbran a llevarse —en la cartera, el bolso o la mochila— el hacha al hemiciclo.


A continuación, en el mismo día y en el mismo Círculo de Oro, visitamos el área volcánica de Geysir, donde se encuentra el Geyser original, ya inactivo, que da nombre a este fenómeno natural (la mayoría de los actualmente existentes, aproximadamente un millar, se encuentran el Parque de Yellowstone), con uno de ellos, el Strokkur, todavía en marcha y emitiendo poderosos chorros de vapor en intervalos de una media de seis minutos, con lo que, en el tiempo que estuvimos allí, pudimos disfrutar de unos cuantos.


Finalizamos el día en la caudalosa cascada de Gullfoss, creada por esa ruptura de placas característica del paisaje islandés y enclavada en un cañón del río Hvita. Una cascada que, en realidad, son dos, como dos peldaños de una escalera, en un oblicuo de casi noventa grados, que condujeran al citado cañón.

(Continuará)

Fotos: Inma Fernández (excepto el selfie que es obra de Elena)

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