04 Jun Avignon, Uzés, Nîmes… en cuatro días (y II).
En Nîmes tuvimos bastante más suerte en lo que respecta al alojamiento. Estuvimos en un apartahotel, situado al lado de la estación, que se reveló como mucho más funcional ya que, además de compartir con el de Avignon la proximidad al centro histórico de la ciudad, nos permitía un pequeño receso / refrigerio a mediodía en la propia habitación para recuperar fuerzas para la tarde y hacer gana para la cena.
La ciudad de Nîmes tiene tres centros de la cultura romana absolutamente recomendables, aunque, como veremos, algunos de ellos son más interesantes desde el exterior que en el interior. Se pueden visitar, y pagar, por separado o adquirir un bono de 13 euros que vale para los tres durante un par de días, aunque con un día es más que suficiente para verlos.
Comenzamos por el más famoso, y también el primero que encontraremos si nos hemos alojado en las cercanías de la estación, Les Arènes de Nîmes. Desde la propia estación parte una agradable avenida, Avenue Feuchères, recorrida lateralmente por una simulada conducción de agua que evoca los prodigios romanos, que nos conduce hasta las Arènes, un monumento mucho más espectacular desde el exterior, a pesar del torero de bronce que hay plantado en la plaza. La entrada, en nuestro caso el bono que hemos mencionado anteriormente, incluye un servicio de audio guía que te va informando, en el idioma que elijas, en los diferentes puntos señalados. Aviso, no cuenta más que simplezas, al menos durante el rato que lo mantuve conectado porque luego me olvidé por completo del artefacto.
El interior es una arena ovalada en la que, según parece, se mataban los gladiadores y que hoy sirve para muchas cosas, entre ellas para seguir matando, toros en este caso. Las viejas gradas romanas están cubiertas por otras gradas aéreas para que se siente el personal —a diferencia de nuestro Teatro Romano de Sagunto, las gradas primitivas siguen a la vista y no lamentablemente ocultas por un postizo— y el panorama, aunque funcional, es algo desalentador para el visitante que, al menos en mi caso, prefiere, con distancia, contemplar el impresionante exterior.
La siguiente parada es la Maison Carrée, que tiene justo al lado una réplica moderna diseñada por el arquitecto Norman Foster, que incluye un Museo de Arte Contemporáneo y un restaurante, Ciel de Nîmes, al que no pudimos ir por cuestiones de horario, que se anuncia como cocina provenzal moderna, más bien carito, y que asegura una buena vista sobre la ciudad, comenzando por la propia Maison Carrée. Buen aspecto, pero no podemos decirles nada más.
Volviendo a nuestro monumento, que según parece estaba dedicado a dos nietos del emperador Augusto, les advierto que, en este caso, pagar la entrada es mucho peor, pues para lo único que sirve es para asistir a la proyección de un mediometraje —en buena ley sería un cortometraje porque no llega a la media hora— que pretende recrear, desde los supuestos de la ficción, el origen de la ciudad, escenificando los acuerdos entre el invasor romano y las tribus galas autóctonas, y que constituye una chapuza de tomo y lomo. Huir, que diríamos los clásicos de la Cartelera Turia.
La tercera parada, la Tour Magne, está algo más alejada, ya que para llegar a ella hay que desplazarse hasta Les Jardins de la Fontaine, un agradable espacio con mucha vegetación, muchos caminos y muchas piedras con años de historia, en el que iremos ascendiendo hasta alcanzar la cima donde se encuentra el mencionado monumento romano. Desde la Maison Carrée recorremos el Bolevard Alphonse Daudet hasta el cruce con el Quai de la Fontaine que nos llevará hasta la entrada de los jardines. En esta ocasión, haber adquirido la entrada sí que merece la pena —y decimos «pena», porque hay que dejarse un poco el resuello en una escalera de caracol, aunque no es, ni mucho menos, la del Miguelete—, porque desde el mirador que hay en lo alto de la misma —un espacio mínimo en el que apenas caben cinco o seis personas con derecho a roce— tendremos una impresionante vista no solo de la ciudad sino de buena parte de la comarca.
Al bajar nos podemos detener un momento en lo que queda del templo de Diana, bueno del monumento que se conoce con ese nombre pues la propia placa informativa que hay a su entrada nos indica que esta atribución carece de fundamento histórico. En cualquier caso, siempre está, para el que lo disfrute, el encanto de esas piedras que llevan en ese mismo lugar muchos siglos y que pisaron muchas personas antes de que uno estuviera en este mundo.
Finalmente, aún nos queda una cuarta etapa que, aunque conserva parcialmente el aliento romano del resto, tiene bastante menos que ver con el tema, y es la zona antigua que se encuentra en la parte superior y a la derecha de Les Arènes, entre la Porte Auguste —sólo quedan las dos entradas destinadas a los carruajes en el centro y otros dos portales más pequeños destinados a las personas— y la Catedral de Nîmes —completamente encajonada entre otros edificios y con una extraña construcción adosada—. Se trata de un conjunto de callejuelas de sabor popular en las que hay multitud de comercios que componen un extraño revoltijo en el que conviven tiendas de comestibles de puro barrio y boutiques de marca con precios elevados.
Fieles a nuestras costumbres de acabar la jornada en un local de sabor popular y pegado al terreno, la primera noche nos decidimos por un restaurante de la parte vieja llamado Le Petit Mas / El indulto —ambas cosas, aunque no sabemos a qué viene la segunda— y cuya dirección es 25 rue de la Madeleine, en pleno centro. Simpático, buena cocina y con una agradable terraza exterior. Finalmente, la última noche nos decidimos por un clásico, las «moules et frites» con cervecita, en uno de los restaurantes que están justo enfrente de Les Arènes, un perfecto remate para un frenético recorrido de cuatro días.
Fotos: Inma Fernández
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