Cuatro noches y tres días en Donostia

06 Abr Cuatro noches y tres días en Donostia

 

Una breve crónica de un también breve, aunque intenso, viaje a Donostia desde Valencia, con un grupo de amigos al que problemas médicos habían reducido en algunas unidades. El vuelo directo con Volotea resultó impecable en lo que a puntualidad se refiere, en ambos trayectos llegamos con antelación al destino, aunque a la hora de reservar los billetes hay que ir con mucho tiento, pues en los sucesivos clics que te van proponiendo algunos acabaron contratando una modalidad de cliente preferente —60 euros anuales, pero si solo viajas una vez, como era el caso, 60 euros a sumar al billete— y yo terminé sacando uno de mis dos billetes, todos íbamos en pareja, con embarque prioritario sin que, a fecha de hoy, sepa en qué momento sucedió… y se pagó.


Nosotros habíamos estado en Donostia, hace unos años y una sola noche, y ya teníamos un grato recuerdo, pero nos sentimos deslumbrados de nuevo una vez que llegamos a la ciudad. Hay un servicio de autobuses de línea que te lleva desde el aeropuerto a una céntrica estación, aunque no es uno de esos servicios conocidos como «lanzadera», ya que efectúa diversas paradas en su recorrido. Donostia es una de las ciudades más bonitas (también de las más caras, en algunos casos con distancia) que conocemos y, afortunadamente, hemos estado en unas cuantas, plena de edificios monumentales, de esos que tienen la solera del tiempo, y con el plus de ser relativamente pequeña y muy sencilla para orientarse y recorrerla. Nosotros, el grupo, nos alojamos en un hotel de la calle San Martin, una vía que, en un extremo, desemboca en la Concha y, en el otro, en el río Urumea, los dos puntos que constituyen brújula más que suficiente para cualquier recién llegado.


El primero, la playa de la Concha y su anexo, la de Ondarreta, con su correspondiente y bonito paseo, constituye el eje de la ciudad a esta parte del río. A la derecha, mirando al mar, una especie de pequeña península rematada por el monte Urgull, en la que se encuentra la zona vieja, indiscutible sede central de los pintxos. Y a la izquierda, el monte Igeldo, al que se puede subir con un funicular y gozar, dicen, de unas extraordinarias vistas, porque nosotros no llegamos a hacerlo, ya que el viento reinante desanimó a algunas de las integrantes del grupo.


Y el segundo, el río Urumea, ejerce de frontera con la otra parte de la ciudad (con cinco puentes, el más destacado el de María Cristina, espléndido), que está rematada por la playa Zurriola, conocida por su frecuente oleaje y, en consecuencia, para practicar el surf. Esta parte tiene, en nuestra opinión, dos puntos fundamentales, al norte, el barrio de Gros, con unas construcciones más modernas, el Kursaal con su diseño futurista y a sus espaldas el segundo santuario de los pintxos donostiarras. Y al sur, el parque de Cristina Enea, una amplia y frondosa extensión que incluye un par de secuoyas y un pavo real que se negó a desplegarnos su cola por muchos requiebros que le hicimos.


Y entrando en pintxos, que no hacen más que aparecer en este texto, una consideración que nos contaron algunos habitantes del lugar: son frecuentes los pintxos elaborados en una factoría y posteriormente repartidos por diversos locales que, de este modo, ofrecen los mismos pintxos fríos y únicamente se ocupan personalmente de los calientes (espero, porque esto no lo confirmamos). Así que conviene afinar con el lugar. Nosotros visitamos varios y acertamos de pleno en dos, porque lo notamos al tacto (de la lengua), ya los llevábamos anotados y, además, nos lo confirmaron los citados lugareños, el Beti Jai Berria, en la ciudad vieja, y, especialmente, el Bergara, que se encuentra en el barrio de Gros. Avisados quedáis.


Menos atención le prestamos a los restaurantes de primero, segundo y postre, para poder andar algo más ligeros, pero de todos modos estuvimos en dos, ambos recomendables. El primero, el Kaskazuri, por una sopa de pescado que todos afirmaron extraordinaria (yo es que no soy de caldos), y el segundo, el Bernardo Etxea, por sus pescados y mariscos, todos extraordinarios, con mención especial para el txangurro que pidió uno de los comensales y al que le birlamos casi la mitad. El precio a «nivel» donostiarra. En ambos casos, pintxos y restaurantes, nos decidimos invariablemente por el txakoli, que para eso estábamos en su territorio.


La gran caminata que tenemos en Donostia, esa que uno no se cansaría de hacer nunca, es el paseo que recorre toda la Concha, desde su inicio a pies del Urgull, y continua por la playa de Ondarreta hasta llegar a mar abierto en la mítica instalación de Chillida «El peine de los vientos», un lugar absolutamente mágico. Un encuentro con este artista vasco que tuvo su (imprescindible) continuación con una visita al Chillida Leku, un autobús desde el centro de Donosti te deja a la entrada del complejo, un caserío, el Zabalaga, comprado por el artista y su esposa en 1983 y convertido en un singular museo al aire libre (hay obra en el interior del caserío, la mayor parte de otros artistas con los que se relacionó Chillida) con unas veinte esculturas en armonía y fusión con la propia naturaleza. Extraordinario.


Algún lector se habrá preguntado cómo es posible ese encabezado de «cuatro noches y tres días». ¿Se tratará de algún agujero de gusano que encadena dos noches? El secreto es que nos fuimos un día a Biarritz, aprovechando que una de las parejas del grupo inicial estaba allí. Desde Donostia hay un autobús (20 euros ida y vuelta) que llega en poco más de una hora, aunque tiene la última parada muy lejos del casco urbano y hay que tomar otro autobús (este de línea regular) para llegar hasta allí. Biarritz es otra ciudad muy bonita, un poco más desordenada y caótica que Donostia, pero con una costa realmente espectacular. La sorpresa es que allí coincidimos con otra pareja de buenos amigos de L’Eliana y eso nos permitió una inesperada experiencia, visitar el Hotel Carlton de Biarritz. Habrá quien piense que esto nos lo estamos inventando, ya que ese hotel lleva años cerrado. Así es, en efecto, pero sus habitaciones fueron reconvertidas en apartamentos y en la actualidad acogen a unos cuantos, pocos, inquilinos. Nuestros amigos no es que fueran uno de esos propietarios, pero estaban instalados en uno de esos apartamentos, con vistas al Grand Hotel du Palais y con todas las instalaciones (desiertas) del hotel a su disposición. Solo les digo que con un triciclo de niño podríamos haber reconstruido, en sus largos corredores enmoquetados, los travellings de «El resplandor», tal cual. Aunque no estoy seguro de que nos hubiéramos encontrado con las siniestras gemelas del film de Kubrick, aunque, a la vista de tantas coincidencias, todo podría ser…


El punto final vuelve a tener acento de L’Eliana (aunque lo parezca, no es que toda la población de este enclave valenciano se hubiera trasladado a estas tierras del norte de España), el vasco José Manuel Ábalos, vecino nuestro —su esposa, Julia, es compañera en el taller de Historia del Cine—, exponía en el Okendo Kultur Etxea, en el extremo norte del barrio de Gros, un amplio muestrario de su obra, en el que junto a sus monumentales olas podíamos ver una mágica serie con su propia familia fundidos con un estallido de colores de resonancias cósmicas y, en un recogido rincón, una acuarela, «Mujer de mirada perdida», que me tuvo atado durante un buen rato. 10
Fotos: Inma Fernández

2 Comments
  • Josep
    Publicado a las 19:24h, 06 abril Responder

    Bo….

  • Chelo
    Publicado a las 20:51h, 06 abril Responder

    Envidia sana acompañada de satisfacción por ver disfrutar a los amigos.

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