01 Oct Il sol dell avvenire
Nanni Moretti lleva realizadas más de veinte películas desde que debutara —en el largometraje— en 1974, la gran mayoría de ellas desconocidas comercialmente en España. Una filmografía que, en la parte que conozco y a pesar de algún que otro título fallido —«Io sono un autarchico» (1976)—, está plena de trabajos muy interesantes, como la excelente «Pallombella rossa» (1989) o la popular «Caro diario» (1993). Y lo más destacable, dispone de un lenguaje propio e inclasificable —con alguna excepción como (la interesante) «La habitación del hijo» (2003) y sigo hablando de la filmografía que le conozco—, algo que muy pocos cineastas pueden decir —Godard sería uno de ellos— y que, al margen de lo próximo o lejano que nos resulten sus propuestas, evidencia dos virtudes asociadas al verdadero artista o creador: la libertad y el riesgo.
«Il sol dell avvenire» es, precisamente eso, pura libertad y puro riesgo. No se atiene a ningún modelo y no se parece a nada ni a nadie, solo al propio e irreductible Nanni Moretti. Y a partir de esa premisa entramos en el proceloso territorio de la intimidad de cada cinéfilo: se puede conectar con ese lenguaje o se puede no hacerlo. Un ejemplo, el primer número musical, el que se inicia en el coche con su «voy a prepararme para el rodaje» y termina en el propio set con todo el equipo participando y nuestro director ordenando «motore», me ha parecido maravilloso, porque he sentido / compartido ese —difuso— estado creativo que puede generar una determinada canción, pero a otro cinéfilo puede dejarle indiferente o directamente parecerle una salida de tono. Son los riesgos de ir por libre y aventurarse en lo que nadie ha hecho antes.
La película medita sobre la perplejidad del (veterano) comunista en el tiempo contemporáneo —ya lo hizo hace más de treinta años en «Pallombella rossa»— y, para que nadie se vaya por las ramas, en la primera escena ya nos advierte contra la (en ocasiones interesada) identificación del comunista italiano —o español— con el camarada soviético a la sombra de Stalin. Nada que ver —y me paso al caso español— con todos esos militantes del PCE que se enfrentaron a la dictadura franquista arriesgando muchas cosas, los únicos que lo hicieron realmente, porque las demás marcas, socialistas, liberales, etc., opositaron en sus dormitorios o, en el mejor de los casos, tomado unas copas con un grupo de amigos de máxima confianza. La perplejidad de esa generación que, con la Transición, se fue reasignando bajo nuevas banderas más rentables o que, directamente, vio como sus ideales se disolvían en el curso de la historia —no sé si queda algo del PCI, pero me conozco lo que resta del PCE—, es la que medita el cineasta. No solamente desde el lamento de los (graves) errores cometidos —la postura del PCI sobre la invasión soviética de Hungría—, sino también desde el propio cuestionamiento de cada uno acerca de ese ideal comunista que, desde hace tiempo, muchos ya no identificamos con ninguna utopía. Y esa meditación vuelve a dar en la diana de muchos cinéfilos, bien porque la conozcan en carne propia o porque la descubran a través de la película, pero puede que, igualmente, les resulte un tanto ajena a algunos. El cineasta sigue caminando por el alambre.
En ese, al menos aparente, desorden con el que Moretti construye su película —soy incapaz de detectar estructura alguna, aunque no me cabe duda de que el cineasta la tendría—, tienen cabida diversas reflexiones y subtramas. Algunas magníficas, como esa larga reflexión sobre la violencia en el cine, cómo la sangre y la muerte se han convertido en espectáculo —muchas veces consumida sin rubor por todos nosotros: el desenlace de «Grupo salvaje», sin ir más lejos—, generando fascinación en lugar de rechazo; o la divertida aparición de Netflix, los gurús del nuevo modelo audiovisual (en esencia identificables con las imposiciones y modelos del sistema de estudios del viejo Hollywood, por ejemplo). Otra, como toda la subtrama de la crisis matrimonial del protagonista, que me sobra, aunque puede que alguien la aprecie. Y otra más, la escena final, con todos los personajes de la película desfilando con las banderas rojas al viento y la efigie de Trotsky como guía, que me causa cierta perplejidad por lo cerrado que me parece su mensaje. Así pues, con mis muchos aplausos y también con mis relativas objeciones, una obra plena de libertad, inteligencia y riesgo.
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