Una semana en Oslo (1)

30 Sep Una semana en Oslo (1)

 

El motivo de un viaje siempre es el propio viaje y, en este caso, la elección del norte deriva de la añoranza de tierras frías por parte de alguien que vive en el actual Mediterráneo tropical valenciano. Pero la alternativa concreta de Oslo viene determinada, como en otras ocasiones, por el hecho de estar escribiendo con mi compañero Daniel Ramón una novela titulada «La fracción china», con algunos capítulos localizados en la capital noruega. Y es que uno tiene la costumbre, o la manía, de «estar» en los lugares en los que se moverán sus personajes, no de una manera genérica —yo estuve en esa ciudad—, sino precisa, en el mismo lugar que más tarde ocuparán ellos. He estado sentado en el banco de un parque de Wageningen en el que moriría el policía finlandés de «Maná», he estado en la pequeña plaza parisina en la que Mathilda Delarive dispararía contra el médico belga de convicciones ultraderechistas en «El Síndrome de Herodes»…


Pero un viaje sigue siendo, ante todo, un viaje y esta entrada por entregas pretende ser una crónica de una semana en Oslo que pueda servir de ayuda al viajero que decida acudir a esta bonita ciudad noruega. Buscando (desde Valencia) la opción del vuelo directo, elegimos la salida desde Alicante, con la intención de coger el coche a la vuelta para regresar a nuestro domicilio en L’Eliana (por unos 40 euros te recogen el coche a la entrada, lo guardan en un parking esa semana y, cuando regresas, te lo traen a la misma salida).


Una vez en el aeropuerto de Oslo conviene tomar un tren que, en unos quince minutos, te deja en la estación de la ciudad, que se encuentra en pleno centro de Oslo. Un consejo, mejor sacar el billete de ida y vuelta y así ya no se tiene que pelear de nuevo con la máquina expendedora, aunque en nuestro caso no existió ese combate, ya que una (muy) amable funcionaria de la estación que hablaba un español excelente (viajaba con frecuencia a Mallorca, donde tenía a una hermana) nos realizó ella misma la gestión.


A la salida de la estación —antes de abandonarla hay que visitar el Centro de Información que está en el propio edificio y en el que nosotros siempre encontramos a alguien que nos atendiera en español— nos recibe la monumental escultura de un leopardo —no recuerdo si Jo Nesbo se refiere a este leopardo en su novela del mismo título— y justo enfrente se encuentra la calle principal de la ciudad, la Karl Johans Gate, que nos conducirá hasta el Palacio Real y su bonito jardín trasero.


A lo largo de esta vía peatonal y comercial nos encontraremos con otros puntos de interés, como la Catedral, la Universidad, el Parlamento, el Teatro Nacional y muy especialmente el Ayuntamiento, que conviene visitar aprovechando las puertas abiertas domingo, ya que posee una entrada y unas salas sencillamente espectaculares. Y tampoco está de más echarle un vistazo al Grand Café (si es algo más que un vistazo habrá que mirar antes el saldo de la tarjeta, pues Oslo es una ciudad bastante cara, especialmente en lo que se refiere a la restauración), un local de sabor clásico que es conocido por haber sido cita habitual del dramaturgo Henrik Ibsen.


El primer y único contratiempo lo tuvimos nada más llegar, a la hora de localizar el apartamento que habíamos reservado y vamos a contarlo por si alguien se topa con la Schweigaards Gate (nuestra dirección se encontraba en una de sus entradas), una larga calle paralela a las vías del tren, en el barrio de Gronland, uno de los más multirraciales de la ciudad, que teníamos perfectamente localizada en el mapa, pero a la que no había forma de llegar físicamente. Nuestro nivel de inglés es prácticamente cero y esto es un grave inconveniente cuando te encuentras en una situación así —en el resto del viaje ya no lo echamos en falta—, así que tras varias tentativas arrastrando nuestras pesadas maletas y poniendo a prueba nuestra resistencia, un trabajador de un almacén nos indicó por señas que debíamos subir unas escaleras —por cierto, un par de fornidos y serviciales viandantes nos cogieron las maletas y nos la subieron hasta la plataforma— que conducían a una de las salidas laterales de la propia estación, para después atravesar un puente y continuar por la salida que había al fondo. No parecía una opción razonable, pero no había otra.


Así que seguimos sus indicaciones y entramos en una galería cubierta, más de oficinas que comercial, que precisamente era el inicio de nuestra Schweigaards Gate. Ya nos las prometíamos muy felices cuando comprobamos que la numeración de esta particular calle se agotaba en el 14 y el lugar donde debíamos recoger las llaves estaba en el 15. Era lógico pensar que saliendo de la galería encontraríamos de algún modo la continuación de esa calle (aunque no desembocaba exactamente en ella), pero nuestro cerebro ya no daba para tales deducciones y fue una amable pareja chilena la que hizo de intermediaria para poder encontrar la continuación de nuestra calle a la luz del día.


De este modo conseguimos llegar al apartamento, que estaba situado en un edificio con muchos más domicilios particulares —al menos dos de ellos habitados por hombres jóvenes y solos que tenían un perro— que apartamentos vacacionales. Y es que nuestro modelo de viaje es un poco de inmersión en la ciudad que visitamos, vemos por supuesto sus puntos de mayor interés cultural y turístico, pero también tratamos de vivir como si fuéramos vecinos de esa ciudad y reservamos un tiempo para recorrer esas calles y esos barrios sin aparente interés turístico que, en realidad, atesoran la auténtica vida del lugar.
(Continuará)
Fotos: Inma Fernández

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1Comment
  • Gela Rodriguez
    Publicado a las 22:06h, 01 octubre Responder

    Me ha encantado la descripción del viaje y las fotos. Seguiré leyendo cuando continúe.

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