Middlemarch: una reflexión sobre el narrador

08 Abr Middlemarch: una reflexión sobre el narrador

 

«Middlemarch» (1872), la gran obra de George Eliot —seudónimo de Mary Anne Evans (1819 / 1880)—, es sin duda una excelente novela que nos proporciona un cumplido y complejo retrato de la vida y costumbres de una ciudad de provincias inglesa de principios del siglo XIX. Nos ofrece, igualmente, una mirada sobre los personajes de una extraordinaria profundidad psicológica que deja en evidencia a esos personajes de la narrativa contemporánea que fían su pretendida complejidad a esas dos manidas dimensiones que son «yo y mis sombras». Sus personajes poseen, en cambio, ese aliento poliédrico asociado a la condición humana y la autora bucea en los íntimos movimientos que se producen en las simas de sus almas con gran precisión y humanidad. Todos, los principales y los secundarios (aunque es difícil clasificar a muchos de ellos en esta categoría), los masculinos y los femeninos, en este segundo caso componiendo, además, una mirada sobre la condición femenina y sus servidumbres sociales de muy largo alcance, incluso me atrevería a decir que mayor del que vislumbrara su propia autora.


Una gran novela que, sin embargo, soporta esa losa compartida con toda la literatura anterior a la aparición de la figura del narrador (ese ente imaginario que no es el autor, pero que sabe tanto como el autor y cuenta lo que le da la gana) que, si no me equivoco, alumbrara Flaubert en «Madame Bovary» (1856), otra cumbre de introspección psicológica en los personajes. A pesar de estar escrita posteriormente (entonces la información y las influencias se movían mucho más despacio que en la actualidad), «Middlemarch» está contada, como tantas otras grandes obras anteriores a esa decisiva transformación, por la autora que, como tal, se siente en la obligación de explicarnos aquello que sus propios personajes ya nos están contado con sus acciones y sus pensamientos (la omnisciencia del autor narrador es absoluta, a pesar de algunas curiosas «dudas» que se permite en algún momento), además de incluir diversas reflexiones de tipo ético o moral que mejor hubiera dejado al albur del lector, aunque para todo ello hubiera necesitado esa figura del narrador que la literatura todavía no había descubierto.


Este planteamiento narrativo también hace que incluya un innecesario epílogo, en el que nos cuenta los destinos de los personajes casi hasta su tumba y que constituye un pequeño «atentado» a una de las esencias de la ficción: las historias solo existen en los márgenes temporales que suceden, esos que el autor ha decidido según los fines que persiga con su obra, antes o después sencillamente no existen y cualquier intento de aproximarlas a la «realidad», como si esos personajes hubieran existido, lo único que consigue es empobrecerlas. En cualquier caso, una lectura muy recomendable y también muy reveladora de lo trascendental que resultó la aparición de la figura del narrador en la literatura.

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