01 Dic Jane Campion regresa con «El poder del perro»
Jane Campion es una cineasta, neozelandesa de origen aunque parece que afincada en Australia, que se dio a conocer internacionalmente con «El piano» (1993), un refinado drama que obtuvo el Oscar a la mejor película. Su carrera posterior ha resultado especialmente parca en títulos, con unos pocos films que no han dejado demasiada huella en el aficionado, aunque todos los que recuerdo eran cuando menos interesantes. Ahora regresa con esta adaptación de una novela de Thomas Savage, que comparte título con otra interesante obra firmada por Dan Winslow, un enunciado que, al menos en la película, no sé a qué viene, por mucho que aparezca expresamente citado en el versículo final.
La película, que resultó ganadora en el pasado festival de San Sebastián, ha sido saludada con bastante entusiasmo por la crítica —que puedo compartir en parte— y con numerosas alusiones a la relectura de un género, el western, que según ellos pretende reconstruir desde una nueva óptica. Esto segundo es, simplemente, una idiotez, porque la película no es un western, para nada, a no ser que alguien «identifique» el género con las reses y los vaqueros.
«The power of the dog» es un oscuro relato con la sexualidad masculina al fondo, que está contado en cuatro capítulos y sustentado en otros tantos personajes —un rudo vaquero que estudió en Yale, su contrastado hermano, una viuda que contraerá matrimonio con este último y el hijo de la mujer, un muchacho de maneras femeninas— enfrentados / vinculados por lazos de amor, interés y odio. Un drama bien servido y bien contado que atesora en su seno una poderosa reflexión sobre esa homosexualidad masculina mal asumida desde unos tramposos parámetros de virilidad y aquí es dónde la película encuentra toda su singularidad e interés, con algunos momentos en la parte final magistralmente planteados y contados: las relaciones «imposibles» entre el rudo vaquero y el afeminado joven, con el fantasma al fondo de ese Bronco Henry que la película va desvelando lentamente. Eso y una cínica inversión de los papeles de víctima y verdugo que, desde luego, no desvelaré en este comentario.
Un pico que la película mantiene, prácticamente, en toda esta segunda mitad, pero que viene precedido de un largo llano con pocos estímulos, una larga primera parte en la que, a falta de un gancho que nos vincule a la historia, nos vamos desenganchando de los personajes. La irrupción del chico en la acción se produce a la hora de metraje, a mitad película, y esta es la situación que abre, realmente, la historia que la cineasta pretende contar (el primer punto de giro si nos atenemos al manual). Demasiado tarde, ya llevamos un rato sin que el relato arranque y preguntándonos de qué va esta película.
Una pequeña sombra en una historia poderosa y cautivadora que cuenta con una exigente puesta en escena —de clase magistral la escena del establo entre los dos protagonistas— y con unos excelentes actores, especialmente Benedict Cumberbatch, que supera todos los límites conocidos de la excelencia.
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