01 Sep Tenet
El cine siempre —o casi siempre— es un artificio y hay películas —también buenas películas— que no aspiran más que a eso, a manejar las emociones del espectador con una historia en la que la trascendencia de sus propuestas e incluso el alcance de sus personajes se quedan en segundo plano. Un ejemplo perfecto es el cine de Alfred Hitchcock, que, precisamente, comienza a tambalearse cuando abandona el puro artificio —y esto lo mencionamos en clave positiva— y se pone trascendente: el psicoanálisis en «Marnie la ladrona» o la política en «Topaz» y «Cortina rasgada». Y excluyo de esas arenas movedizas un film como «Extraños en un tren», porque ese plus llega, afortunadamente, de la mano de dos personalidades tan poderosas como Patricia Highsmith y Raymond Chandler.
Esta nueva película de Christopher Nolan tiene idéntica vocación de artificio e, igualmente, se mete en pantanos cuando pretende colgarse otros galones con unas reflexiones acerca del poder y los turbios intereses de los servicios secretos que son puro baratillo de usar y tirar. Sin embargo, como puro artificio se queda bastante por debajo de la línea de calidad que marca el maestro Hitchcock (algo que, por el contrario, sí que lograba Nolan en su anterior trabajo, «Origen»), fundamentalmente por dos razones: la primera por la debilidad de su historia de amor —un elemento tan imprescindible como arrebatado en los films de Hitchcock—, con un personaje femenino muy pobre (con alguna reacción, como la final, simplemente idiota; y con unas motivaciones ancladas a su hijo que, muchas veces, lindan el melodrama de saldo) y con una carga de fascinación / peligro / equívoco ante el amor irremediable (no hay más que pensar en las parejas de «Con la muerte en los talones» o «Encadenados») que no aparece en ningún momento.
La segunda debilidad de la película procede de su propia condición de relato fantástico —el par de ripios que suelta con la física cuántica de fondo siguen perteneciendo al fantástico—, ya que esta clase de historias establecen al principio una especie de contrato con el espectador que fija las normas que validarán la verosimilitud de los movimientos de la trama y de los personajes (por ejemplo: los vampiros no soportan la luz del sol o los espíritus atraviesan las paredes pero no se pueden tomar un café con leche). Esta película también pretende hacerlo, pero esa propuesta del tiempo que discurre al revés resulta confusa y poco concretada en algunas normas reconocibles, de modo que la historia termina adquiriendo un tono arbitrario que desconecta al espectador.
Contemplando (desconsolado) lo enredado de sus bucles temporales, no pude más que recordar la simplicidad y la potencia mágica y poética del clásico de Chris Marker «La jetée», cuando el protagonista descubría que aquel hombre que vio morir cuando era niño y que, en cierto modo, había marcado su futuro era él mismo. «Tenet», en cambio, apenas llega al aprobado raspado en lo que se refiere a magia, poesía y aprovechamiento de las posibilidades de sus paradojas temporales. Por el contrario, muestra una puesta en escena y, especialmente, un acabado industrial de notable alto, lo que hace que sus dos horas y media se vean sin desfallecimientos.
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