26 Nov Bohemian Rhapsody: los límites del biopic.
Hace unos días, pocos, un grupo de compañeros del Taller de Historia del Cine de L’Eliana nos fuimos a ver Bohemian Rhapsody, película realizada por Bryan Singer —aunque parece que no la terminó por desavenencias durante el rodaje—, que se ha convertido en una de las sensaciones comerciales de la temporada, con una recaudación en España que ya supera los doce millones de euros. Ya saben, ver una película en compañía (casi) siempre es mejor plan que verla a solas… aunque una buena amiga ironice con que ella nunca está sola en una sala porque le «acompañan» todos los espectadores.
Y nos fuimos a verla a los Kinépolis que tenemos cerca del pueblo. Podrá gustarnos más o menos el modelo de salas de cine de las grandes superficies, incluso no gustarnos nada, pero las condiciones de proyección —pantalla, sonido, comodidad y elevación de las butacas— superan con mucho las de otras salas más «militantes». Y si, además, se trata de una película como la que comentamos, en la que el concepto de espectáculo forma parte de su planteamiento, esta clase de sala se hace casi imprescindible.
Como todo el mundo sabe, la película es un biopic del desaparecido cantante de Queen, Freddie Mercury, un género, por lo general, de pocas garantías por las dependencias y servidumbres que acostumbra a mostrar acerca del personaje elegido, casi siempre alguien muy popular al que, en consecuencia, hay que exaltar de uno u otro modo. Y si, como sucede en el presente caso, tiene legiones de seguidores, todavía más. Bohemian Rhapsody trabaja dentro de esos supuestos —clavando físicamente, por ejemplo, a su exuberante protagonista, hasta el punto de que, al final, uno no sabe muy bien quién es el auténtico Freddie Mercury, si el de la película o el de la vida real—, pero obtiene unos resultados por encima de lo habitual por la profesionalidad de su guión y de su puesta en escena, y también por un alcance y complejidad en personajes y situaciones también superiores a la media del género.
Yo, con esto de los biopics, tengo una manía un poco rara y es verlos como si fueran una obra de ficción —al fin y al cabo, ficción son los sentimientos íntimos del personaje, lo que hace cuando está solo y, si me apuran, la mayoría de diálogos que plantea la película—, como si el (famoso) protagonista no hubiera existido nunca. Y desde este punto de vista voy a comentar Bohemian Rhapsody, un film que desarrolla un esquema clásico de la ficción, el de ascensión y caída de un personaje, lo mismo da que sea un boxeador, un empresario o un cantante.
Al principio nuestro protagonista no es nadie, pero sabemos que tiene un gran potencial… su padre no le comprende y pretende que lleve una vida gris (y segura) en lugar de tocar el cielo… pero él persevera con descaro y, finalmente, toca el cielo… sin embargo, el cielo contamina y cambia a las personas que pierden los valores y defraudan a sus amigos y amores… el personaje entra entonces en una espiral de decadencia hasta que algo —por lo general, y en este caso también, un sentimiento asociado a ese pasado en el que era sincero— le hace reaccionar y vuelve a la senda de la humanidad… pero ya es tarde y las marcas de ese infierno en el que ha habitado —en este caso sustanciadas en el SIDA— terminarán destruyéndolo. La película sigue, pues, estos pasos, pero lo hace con muy buena factura y con varias escenas de alto voltaje emocional, especialmente en su parte final: la visita bajo la lluvia de su antigua novia, la reconciliación del grupo, la escena final con el padre, o la apoteosis del concierto de Wembley.
En definitiva, una película que, sin ser nada del otro mundo —con algún que otro personaje pasado de rosca (el asistente villano) y eligiendo como cierre del relato el momento álgido del concierto en lugar del triste final del personaje—, dignifica, por factura y por alcance, el género del biopic y maneja con habilidad las emociones del público. Y para muchos el cine es, precisamente, eso.
Josep M. Raimundo Llopis
Publicado a las 17:14h, 26 noviembreHola, bona reflecxió.