27 Sep Una mañana en el Hayedo de Tejera Negra
La posibilidad de realizar una corta escapada, dos noches, determinada por diversas circunstancias personales, nos hizo decantarnos, entre diversos destinos, por el Hayedo de Tejera Negra, eligiendo como campamento base la localidad de Atienza, un severo pueblo de la provincia de Guadalajara con un castillo situado en lo alto de un peñasco, y alojándonos en el Hostal Convento Santa Ana, un agradable establecimiento dirigido por un argentino (o uruguayo, que no le preguntamos por temor a equivocarnos y ya saben que no les gusta nada esta confusión) de lo más servicial y agradable, cuyo restaurante tiene como plato “estrella” unos espectaculares huevos crujientes.
Una localización que nos permitió, igualmente, hacer una escapada a Sigüenza —esto me hace recordar que la única serie de pueblos de nuestra vieja geografía escolar que todavía permanece en mi memoria es, precisamente, la de Guadalajara: Atienza, Sacedón y Sigüenza… claro que uno de nuestros profesores era el padre Atienza y generaba una regla nemotécnica para la ocasión que seguro adivinarán con facilidad—, otra reconocible ciudad de sabor castellano, con una calle Mayor que va, literalmente, desde la Catedral, impresionante, hasta el castillo, más impresionante todavía.
Pero el verdadero objetivo del viaje no era urbano sino de naturaleza así que nos fuimos para el Hayedo de Tejera Negra, un parque natural cuya entrada está situada en el pueblo de Cantalojas y al que se puede llegar con coche hasta el aparcamiento base pagando una entrada de 4 euros, unos dineros muy bien aprovechados a la vista del trecho que recorremos desde el puesto de información hasta el parking. Un camino forestal en el que el GPS del coche se queda en una suerte de stand by, que nos crea el imposible espejismo de estar en ninguna parte.
Desde allí se proponen dos circuitos, uno de 17 kilómetros y otro de seis. Por supuesto elegimos el segundo, tampoco hay que exagerar el amor a la naturaleza, que lleva por nombre la Senda de Carretas y que nos promete un desnivel de 250 metros y una caminata de dos horas y media. En nuestro caso fue un poco más de tiempo porque, inexplicablemente, nos salimos del camino y nos metimos por una trocha trepadora hasta quedarnos atrapados en medio de la maleza —supongo que acechados por lagartos verdinegros que se estarían diciendo qué hacen estos dos pavos aquí en medio… no… si al final acabarán pisándonos— y tuvimos que regresar a la senda, que veíamos al fondo y en la lejanía, en un peligroso y resbaladizo campo a través cuesta abajo que concluía en un arroyo que, afortunadamente, estaba prácticamente seco y no tuvimos que rematar la faena luchando contra las aguas bravas de la alta montaña… Bueno, puede que me haya dejado llevar un poco por la prosa… pero, más o menos, ocurrió así.
Una vez en la senda correcta, procuren no salirse de ella si van por allí, completamos una espectacular ruta de naturaleza a lo bestia que contorneaba todo el hayedo —pinos, robles y algún tejo completaban el ecosistema— y que, finalmente, nos devolvió al aparcamiento con la mente puesta en la cena que nos íbamos a pegar esa noche… y eso que todavía no sabíamos lo de los huevos crujientes.
Pues eso, una escapada muy recomendable para los amantes de la naturaleza. Y si aún les queda algo de tiempo no dejen de echar un vistazo a los pueblos negros de Guadalajara, Majaelrayo y compañía, que están por allí cerca y se conocen con este nombre por el empleo intensivo de la pizarra como material de construcción.
Fotos: Inma Fernández
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