La la land: la esencia del musical.

21 Ene La la land: la esencia del musical.

 

Se dice, y probablemente con mucha razón, que el género musical provoca filias y fobias de similar furor e intensidad. Unas posturas antagónicas que, muy posiblemente, se deriven de esa irracionalidad que el propio género exige al espectador. Nadie se pone a bailar para expresar sus sentimientos ni tampoco a cantar en plena calle y mucho menos si está cayendo el diluvio universal. Esa impresión de realidad que parece inseparable del cine, incluso en sus variantes más exóticas como el fantástico, salta por los aires en el género musical y el relato cinematográfico se encuentra, entonces, con un universo narrativo especialmente apto para expresar la esencia de los sentimientos sin las ataduras y exigencias del mundo real. Que lo aproveche o no ya es otra cuestión, porque, como en todos los géneros, hay buenos musicales y malos musicales.

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El musical tuvo su época dorada en los años cincuenta, cuando cineastas como Stanley Donen, Gene Kelly o Vincente Minnelli introdujeron una decisiva novedad, que la música, el baile y las canciones formaran parte de la trama y no fueran simples paréntesis en la acción de la película. Luego el género ha tenido varios (falsos) cantos de cisne: West side story (1961), La leyenda de la ciudad sin nombre (1969), All the jazz (1979), Dinero caído del cielo (1981), Chicago (2002), Los miserables (2012)… Tantos que, en realidad, no hay ningún cisne moribundo sino un género que continúa muy vivo, aunque sus estrenos se hagan de esperar más de la cuenta. La la land, aquí distribuida como La ciudad de las estrellas, es una nueva muestra de esa extraordinaria vitalidad que posee el género.

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Se ha destacado, y de nuevo con mucha razón, que se trata de un musical de aliento clásico, en el que los números de baile no están sometidos a los caprichos de un montaje acelerado que no permite ver nada (la desdichada Moulin Rouge, de Baz Luhrmann). Aquí la cámara mantiene el plano cuando los personajes se ponen a bailar y cantar, y ejecuta un movimiento que sigue los pasos y la melodía. Como en esos viejos tiempos que nunca dejarán de ser nuevos.

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Pero, como género, todavía hay más en esta película, pues, como el propio realizador reconocía en una entrevista, su referente principal no es la versión norteamericana sino el cine de Jacques Demy, o sea la mirada más extrema y depurada del género. Una posición que nos revela a un cineasta firmemente comprometido con el musical.

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Efectivamente, es fácil rastrear la huella del desaparecido cineasta francés en las imágenes de La la land. Ya sea a simple vista, con los coloridos vestuarios que lucen sus protagonistas femeninas, o bien escena a escena: un número musical inicial que recuerda el de Les demoiselles de Rochefort, con la llegada de los feriantes a la plaza; otro con la protagonista y sus compañeras de piso antes de salir de fiesta, que evoca el de la protagonista de Trois places pour le 26 con sus compañeras en la tienda en la que trabajan; y un desenlace que remite directamente a la secuencia final de Les parapluies de Cherbourg.

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Con este marco concreto de género, La la land nos cuenta una historia de amor protagonizada por dos personajes que tratan de cumplir sus sueños en la ciudad de los sueños por excelencia, Los Angeles y su trastienda llamada Hollywood. Ella como actriz y él como músico de jazz. Dos soñadores que persiguen sus sueños en esa edad en la que todo todavía se pretende. Unos sueños que, como todas las quimeras, están marcados por la integridad de los sentimientos. Un amor sincero y un arte honesto. Pero la vida es otra cosa. El mundo real es otra cosa. Y para cumplir unos sueños habrá que renunciar a otros, entre ellos a su propia historia de amor. Al final ambos protagonistas habrán conseguido mucho, quizás más de lo que esperaban y más de lo que conseguiremos otros muchos soñadores, pero esos sueños que, finalmente, habrán cumplido serán distintos de los que imaginaron perseguir.

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Quizás su vida hubiera podido ser otra, como cuenta la película en una extraordinaria secuencia final, pero no ha sido así y solo les queda, lo mismo que a los amantes de Cherbourg, una sonrisa de despedida y una vida que, en ninguno de los dos casos, será como la soñaron.

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