Creative control: Antonioni en la era virtual

03 Nov Creative control: Antonioni en la era virtual

 

Mencionaba en una entrevista el realizador de esta interesante película,  Benjamin Dickinson, un joven cineasta californiano, que los personajes de su historia recorrían caminos similares a los que transitaron en los setenta los creados por el italiano Antonioni, unas personas que parecían tenerlo todo y que, en realidad, no tenían nada. Toda una saludable —y, si me permiten, bastante insólita en estos tiempos y estas industrias— declaración de intenciones, que la película refrenda ejemplarmente a lo largo de su metraje.

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El film nos plantea una anécdota bastante trivial —un hombre, tras una situación que se produce en la despedida de una noche de fiesta dura, cree enamorarse de la novia de su mejor amigo— y es en el «cómo la cuenta» donde alcanza su verdadera dimensión como metáfora de una sociedad —la del mundo ultradesarrollado— que vive inmersa en la virtualidad, ya sea la que provocan las gafas de anticipación que usa el protagonista o la que inducen determinadas filosofías de moda como la transmitida por ese maestro yogui que conduce, de la mano o de lo que sea, a la novia del protagonista a un orgasmo de consciencia cósmica.

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No sólo eso sino que los propios deseos y sentimientos de los personajes están sometidos a esa virtualidad que impone el ambiente, no existen, no son reales, sólo se encuentran en la mente de los personajes. Y ni siquiera en la mente que les pertenece sino en una especie de alienada mente colectiva que corresponde, igualmente, a una comunidad virtual. Amistades masculinas, relaciones de pareja, relaciones de compañeros, relaciones laborales… todo es mentira y tan sólo el aislado grito del jefe de la empresa anunciando que su mujer padece un cáncer nos avisa de que existe una realidad más allá del espejismo.

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La película está fotografiada en un exquisito —y reconfortante— blanco y negro, reservando el color para la figura del avatar que mantiene relaciones con el protagonista en unas escenas cargadas con una magia diabólica, y dirige en todo momento una despiadada mirada sobre ese mundo de las altas tecnologías y de la publicidad que, mercadeando con la virtualidad contemporánea, llena sus bolsillos de unos dineros que de virtuales solo tienen aquello del valor de cambio que nos decía el abuelito Marx.

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