Las Troyanas en Sagunto.

07 Ago Las Troyanas en Sagunto.

 

Existe una tendencia, relativamente generalizada, de enfrentarse a los textos clásicos —los griegos pero también otros grandes del teatro como Shakespeare— con una explícita voluntad de «actualización», trasladando la acción a espacios y conflictos actuales o situándola en unos universos atemporales que, muchas veces, recuerdan esos (conocidos) paisajes apocalípticos de un futuro poblado, paradójicamente, de elementos del pasado. No me gusta nada ese planteamiento porque, en mi opinión, ignora el aliento trascendente que ya atesoran las grandes obras y que hace que, más allá de los personajes y las anécdotas concretas que escenifican, reflexionen sobre emociones y conflictos universales en el espacio y en el tiempo. No hay nada que actualizar.

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«Actualizarlas», en el sentido que he descrito antes, significa reducirlas a la lectura concreta que el director hace de esa obra —no entro en los grados de vanidad que eso pueda suponer—, pero también implica desconfiar de la capacidad del espectador para comprender la obra, casi como si se la tuviéramos que «explicar» porque él no fuera capaz de trascenderla por sus propios medios.

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La versión de Las Troyanas dirigida por Carme Portaceli, una de las grandes de nuestra escena (premio a la mejor dirección en los últimos Max), que vimos hace unos días en Sagunt a Escena, en el marco, tan incomparable como incómodo, del Teatro Romano de esa ciudad, no efectúa una traslación «exacta» de la obra de Euripides pero tampoco se deja llevar, ni mucho menos, por esa tentación de la adaptación «extrema» a la que sucumben —yo diría que con gusto— tantos autores. Lo hace con el punto justo de distancia, con el concepto del vestuario y la proyección de fondo como principales recursos, de modo que el espectador vive la tragedia de las mujeres de Troya, tras la derrota de la ciudad frente a las tropas griegas, en esa doble clave local, como troyanas, y universal, como personas de todos los tiempos y lugares. En ambos casos como mujeres que no hacen pero padecen las consecuencias de esa vergüenza universal —en el tiempo y en el espacio— que es la guerra.

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Una gran noche de teatro a la que acudí con un grupo de compañeros del taller de Historia del Arte de la asociación Salamandra y en la que me encontré con otros cuantos vecinos y amigos de l’Eliana, de tal modo que estoy convencido de que, si hiciéramos un ratio en función del número de habitantes, nuestro municipio se iba a situar esa noche en cabeza. Dejando a un lado estas pequeñas coñas chovinistas y aplaudiendo una vez más las excelencias del montaje que pudimos disfrutar, como lo mío no es, ni lo pretendo, la crítica teatral, me voy a limitar a dejar constancia de la sorprendente universalidad y actualidad que tienen estos textos escritos hace más de dos mil años. Aquello de que todas las historias ya están en los griegos y en Shakespeare.

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Podría poner muchos ejemplos pero me voy a limitar a uno de ellos, el monólogo de la actriz Pepa López, no soy capaz de identificar el nombre del personaje que interpreta, en el que cuenta su rapto como esclava por parte del griego Aquiles y su progresiva dependencia / sentimiento respecto de su verdugo, tanto que, cuando es raptada por otro hombre, el rey Menelao creo recordar, desea que el primero venga a rescatarla. Es el síndrome de Estocolmo tal cual y se escribió hace muchos siglos, asombroso… Una complejidad de personajes y situaciones que suma y sigue cuando el autor dirige una mirada crítica sobre sus propios conciudadanos, los griegos vencedores, o cuando Helena proclama su condición de excusa para una guerra que no buscaba salvarla a ella sino conseguir las riquezas de Troya… ¿Se acuerdan de las armas de destrucción masiva? Pues eso.
El mejor teatro de la mano de una gran directora y con un reparto de estupendas actrices, Aitana Sánchez Gijón, Pepa López… y Gabriela Flores, una actriz argentina ya largo tiempo afincada en España que, recién llegada a nuestro país, tuve la suerte de tenerla como protagonista en un largometraje que realicé en 1990 titulado Cuenta atrás.

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